Autor Tema: Ambientación - Historia de Yahya (1080 - ...)  (Leído 4371 veces)

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Raimon

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Ambientación - Historia de Yahya (1080 - ...)
« en: 14 de Mayo de 2006, 08:29:39 am »
Inicio aquí una ambientación sobre la historia de Yahya, Príncipe de Cordoba. Es una ambientación "oficial" en el sentido de que todo lo que en ella se narra se considera cierto dentro del juego. He consultado que los sucesos más relevantes estén de acuerdo con lo sucedido realmente en los turnos, y si se ha escapado alguna discrepancia el GM me corregirá.

La historia es un poco larga (más de lo que yo pretendía, pero ha ido creciendo, creciendo...). De momento sólo abarca este turno, pero espero seguirla con los posteriores, al menos para narrar la peregrinación de Yahya a las ciudades santas. Voy a ir publicando fragmentos en días sucesivos, para no hacer un post quilométrico.


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Ambientación - Historia de Yahya (1080 - ...) - I
« Respuesta #1 en: 14 de Mayo de 2006, 08:58:04 am »
Historia de Yahya (1080-...)


Yahya - Cordoba, 1080

Yahya no se sentía a gusto. No es que tuviera muchos motivos para no sentirse. Muchos considerarían su posición envidiable. Era hijo de Abu Amir, hâjib de Cordoba. En principio los hâjib de Cordoba eran sólamente funcionarios. Los más elevados de la administración de Cordoba, pero servidores del Califa al fin y al cabo. Sin embargo, desde los tiempos de Al’Mansur, esto cambió. Él también empezó como Abi Amir Muhammad, un fiel servidor del Califa Alhaquen, pero sus habilidades y la gracia de Allah, el que rige los destinos de los hombres, le hicieron ascender hasta lo más alto. Y cuando Alhaquen murió y subió al trono califal su hijo Hixam, todavía menor de edad, Abi Amir tomó las riendas del Califato. Siempre en nombre del Califa Hixam y de sus sucesores, pero pronto todos en Cordoba supieron que el auténtico amo era Abi Amir. Para cuando sus contínuas victorias sobre los revoltosos cristianos le ganaron el sobrenombre de Al'Mansur bi-Alah, el victorioso en nombre de Alah, nadie dudaba que sus herederos gobernarían en Cordoba como una dinastía de reyes.

Así lo hizo Abd al’Malik, hijo de Abi Amir Al’Mansur. Así lo hizo Amir Abdul, hijo de Abd al’Malik. Y así lo hacía ahora Abi Amir, hijo de Amir Abdul, bisnieto del gran Al’Mansur, el fundador de la dinastía. Siendo sólo un servidor del Califa, trataba con emperadores y califas de igual a igual, y algunos reyes le rendían vasallaje a él, el hâjib, como lo harían con sus sucesores.

Era improbable que algún día Yahya tuviera tal honor. Su hermano mayor Sulayman era el heredero del trono del hâjib, y ya estaba ejerciendo sus funciones y preparándose para el gobierno del Califato. El segundo hijo del hâjib era Iusuf, pero había sido designado como Qá'idun de la recién creada orden La Lanza de Al’Mansur, así que había renunciado a sus derechos sucesorios para dedicar su vida a la orden. Pero aún si le suciediera algo a Sulayman, éste ya tenía un hijo, Faisal, que heredaría su puesto, y más hijos que vendrían de sus dos esposas o de las que pudiera tomar en el futuro.

Esto no era lo que inquietaba a Yahya. No ambicionaba el poder, más bien al contrario. Sulayman sí que parecía hecho para gobernar. Sabía como tratar con la gente, y todos los que le conocían le amaban y le hubieran seguido al fin del mundo aún si no hubiera sido el hijo mayor del hâjib y heredero de Cordoba. Incluso Iusuf era más apreciado en la corte. Sin tener el carisma de Sulayman, sus dotes militares le habían granjeado admiración desde muy tierna edad, y su nueva posición al frente de la Lanza de Al’Mansur era un gran honor, un cargo de suma importancia.
Yahya, en cambio, no suscitaba la admiración ni el aprecio de nadie. Tuvo la misma educación que sus hermanos y la aprovechó bien; era inteligente y capaz, tenía buena memoria, y aún sin tener el genio de Iusuf, era un buen comandante militar. Sin embargo, aunque los hombres a su mando respetaban sus habilidades, no le admiraban como a Iusuf, o le adoraban como a Sulayman. Nadie en Qurtuba se atrevía a decir nada a la cara del hijo del hâjib, pero cuando nadie los oía, murmuraban acerca del extraño y distante príncipe que parecía vivir en otro mundo.

Eso tampoco le importaba demasiado. Yahya estaba más a gusto solo que rodeado de admiradores o seguidores. Desde pequeño había sido así. Sólo se sentía realmente a gusto con sus hermanos. Y con su madre, Maria de Montfort.

Maria llegó de la lejana Barcelona, en el norte, tierra de nazaríes. Su padre, el rey Jordi, la envió a casarse con el hijo del heredero del hâjib como muestra de buena voluntad y para cimentar las relaciones entre los reinos. Los novios tuvieron que esperar cinco años para casarse (Abi Amir tenía 11 años y Maria 10 cuando ella llegó a Cordoba) y en ese tiempo, y en el que vivió como primera esposa del hâjib y madre del heredero, Maria aprendió a aceptar y disfrutar las comodidades y refinamientos de la corte cordobesa, tan distintos de su Barcelona natal. Los palacios de Medina al’Zahira eran tan distintos del Palau Reial de su padre: amplios, luminosos, llenos de color y de la luz de Cordoba, rodeados de jardines llenos de fuentes, flores fragantes, el canto de los pájaros... a veces le parecía encontrarse en el jardín del Edén. Y sin embargo, otras veces Maria añoraba los sólidos y oscuros palacios de su niñez, los bosques de pinos de los Pirineos, el mar Mediterráneo visto desde el puerto de Barcelona. Las costumbres cordobesas eran placenteras para el cuerpo y el espíritu, pero echaba en falta los sabores de su infancia, las calles de Barcelona, el sonido de su lengua nativa. Trató de mitigar esa añoranza rodeándose de un círculo de allegados y sirvientes que le mantuvieran en contacto con lo que dejó atrás. Mantuvo su religión católica, asistiendo regularmente a servicios religiosos en una capilla construida para ella en su palacio, y atendiendo a las grandes celebraciones en la Iglesia Mayor de Qurtuba. Con el obispo de Cordoba y los clérigos locales hablaba en latín, un latín dificultoso y dubitativo, aprendido a duras penas. Pero tenía su confesor particular, un monje de Santa Maria de Ripoll que le acompañó en su viaje, con el que usaba el latín vulgar catalán, un latín corrompido pero dulcificado, que dominaba mucho más, y que usaba igualmente con sus doncellas. También con sus hijos; en sus años en Cordoba aprendió un poco de árabe, el suficiente para entenderse con su esposo y con sus sirvientes locales, pero con su familia siempre usaba el catalán; incluso el hâjib aprendió algo de esa lengua, que se parecía un poco al romance latino usado por el pueblo llano de las regiones peninslares del Califato.

Maria murió cuando Yahya tenía 12 años. A él le afectó profundamente su muerte, más que a sus hermanos. Sulayman ya era un hombre, con 17 años, y ya había ocupado su puesto de heredero. Iusuf tenía a sus amigos entre los jóvenes aprendices de la guardia. Ambos estaban más cercanos a su padre, quién veía en ellos el espíritu de la saga de Al’Mansur. Yahya era distinto. Su padre le amaba como su hijo que era, pero también él notaba esa extrañeza, esa distancia entre Yahya y el mundo, que ponía nerviosos a los que le rodeaban. A la muerte de Maria Yahya quedó más solo que nunca, con la única compañía de sus hermanos.

Al principio buscó consuelo en la religión. Como sus hermanos, había tenido una firme formación islámica. Los futuros gobernantes del Califato debían ser hombres de fe, versados en la palabra de Alah, fuente de toda sabiduría. La shari’a era parte fundamental de la ley de Cordoba, y las enseñanzas del Profeta eran la guía más valiosa para todo líder de hombres. Pero el Califato era muy grande y sus gentes muy diversas. Las había dadas al misticismo y al ascetismo, a la oración y a la meditación; también estaban aquellos que cumplían con las cinco oraciones y el ayuno del mes sagrado del Ramadán, pero no se privaban de beber los dulces frutos de la vid o de disfrutar de la música, el baile y los placeres de la carne. Alah es el creador de todas las cosas, de lo que es puro y eleva el espíritu, y también de lo que es bello y place al cuerpo.
En Cordoba vivían también numerosos cristianos y judíos. Como gente del Libro eran respetados porque adoraban al mismo único Dios, aunque lo hicieran de forma equivocada. No faltaban en la corte del hâjib los comerciantes y filósofos judíos (algunos eran las dos cosas). Yahya frecuentó su compañía y ellos compartieron con él su doctrina y su filosofía.
Más contacto aún tuvo Yahya con las creencias cristianas. Tenía prohibido participar en las ceremonias y ritos cristianos, puesto que los hijos del hâjib tenían que ser musulmanes intachables. Pero no le estaba vedado leer sus libros santos y escuchar la doctrina de sus clérigos. Maria, además, gustaba de que su confesor le leyera en voz alta pasajes del evangelio del nazareno, muchas veces cuando estaba acompañada de sus hijos. Yahya había oído tantas veces las historias sobre Isa, el que los cristianos llamaban Jesús, que podría recitarlas él mismo.
En realidad, no encontró grandes diferencias entre las enseñanzas de Mahoma o de Isa o de los grandes profetas de la antiguedad que los judíos veneraban. No entendía porqué los hombres se molestaban en acusarse los unos a los otros de infieles, cuando lo que les separaba en sus creencias era tan poco. Musulmanes piadosos y estrictos, místicos sufíes, anacoretas cristianos, cabalistas judíos... de todos aprendió Yahya. Y lo que más claramente aprendió es que todos buscaban lo mismo, aunque cada uno lo hiciera a su manera.

Su padre estuvo complacido ante las muestras de fervor de Yahya. El hâjib era un hombre de gran fe, estricto en el cumplimiento de los preceptos y las máximas del Profeta. Conocía su pueblo y sabía que no podía imponerle las estrictas costumbres que requeriría su fe tal como él la entendía. En sus tareas de gobierno se conformaba con apoyar a los mullahs defensores de la fe más estricta, y creía que la gran obra de la Gran Mezquita y el ejemplo de la Lanza de Al’Mansur irían llevando a su pueblo hacia el segimiento de los mandamientos de Allah. Pero si era flexible con sus gobernados, no lo era tanto consigo mismo y con los suyos. Sulayman, su heredero, y Iusuf, cumplían fielmente con los preceptos pero no aparentaban estar imbuidos de una gran devoción. La actitud fervorosa de Yahya le complació.

Sin embargo, la devoción de Yahya no era lo que parecía. No es que fuera fingida, pero tampoco llenaba su corazón como había esperado. Cumplía fielmente con los ritos, seguía al pie de la letra los preceptos, oraba y ayunaba cuando correspondía, pero no estaba contento consigo mismo, no sentía que eso fuera suficiente.
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Ambientación - Historia de Yahya (1080 - ...) - II
« Respuesta #2 en: 15 de Mayo de 2006, 05:02:04 pm »
Una misión - Cordoba, 1080

Así fueron pasando los años para Yahya. Practicó las artes militares, estudió la historia de Al’Andalus y de los paises vecinos, aprendió cómo funcionaba el gobierno del Califato, siguió devotamente las enseñanzas de los sabios y religiosos, y se hizo un hombre en cuerpo y espíritu. Pero no encontraba su lugar, se sentía ajeno allá donde estuviera. Los que estaban con él percibían esa lejanía, y eso hacía que ellos tampoco estuvieran a gusto con él. Yahya era respetado en la corte, como correspondía a un hijo del hâjib y a un Príncipe de Cordoba, pero era muy poco apreciado y los que podían rehuían su presencia.

No era el caso de sus hermanos. Sulayman pasaba con él largos ratos siempre que estaba en Qurtuba. No siempre le era posible, puesto que como heredero ya tenía que hacerse cargo de las tareas de gobierno, y además recientemente había tomado dos esposas, que ya le habían dado seis hijos. Iusuf también había recibido la importante, y muy absorbente, tarea de organizar y mandar la Lanza de Al’Mansur, la orden religioso-militar que debía unir a los más nobles y devotos en la defensa del Califato.
Pero a pesar de tantas ocupaciones, ambos encontraban tiempo para estar con Yahya. Ahora mismo estaban practicando la cetrería en los campos reservados cercanos a Medina Al’Zahira. Sin embargo, aunque era uno de los pasatiempos favoritos de Sulayman, éste parecía descontento.

– ¿Qué te ocurre, Sulayman? ¿Algo va mal?

– Nada malo. Sólo enojoso. Nuestro padre me envia en una misión que preferiría evitar.

– ¿Algo peligroso? – intervino Iusuf.

– No, no creo. El único peligro es que perezca de aburrimiento o de indigestión: debo ir a Barcelona, a asistir a la boda entre el rey catalanoaragonés y una princesa leonesa.

– ¿Y para eso tienes que ir tú? ¿No puede padre enviar a un diplomático cualquiera? Son nuestros vasallos, aceptarán a quien se les envie. – opinó Yahya.

– No, padre, como de costumbre, hace lo correcto. Catalunya y León son nuestros vasallos y nos deben obediencia, pero por lo mismo nosotros les debemos respeto.Si gobiernas por la fuerza, tus seguidores te obedecerán mientras seas fuerte, pero no lo harán cuando estés débil, que es cuando más lo necesitarás. En cambio, si honras a los que te sirven te ganarás su lealtad y te servirán siempre, incluso cuando pudieran elegir no hacerlo.

Yahya y Iusuf le escuchaban atentamente. Su hermano mayor, aunque todavía joven, demostraba su experiencia en las labores de gobierno y el tiempo pasado con el hâjib y sus consejeros.

– Total, que tengo que dejar mis tareas en Cordoba para ir al norte, a parlamentar con un montón de nobles y damas que querrán congraciarse con el enviado del poderoso Califato. Con todo el trabajo que tengo aquí... – prosiguió Sulayman.

– Dilo todo, hermanito – le cortó Iusuf --, tú lo que no quieres es dejar solas a tus dos esposas; preferirías quedarte y aumentar aún más tu descendencia.

Sulayman y Iusuf rieron, pero Yahya se quedó pensativo. Nada dijo, y sus hermanos, acostumbrados a verlo ensimismado, no le dieron importancia y siguieron con la caza.


Cuando regresaban a Media al’Zahira, Yahya se dirigió a Sulayman.

– Hermano, quizás pueda solucionar ese problemilla tuyo. ¿Querrás pedir conmigo una cita con nuestro padre?

– ¿De qué se trata? ¿Qué quieres decirle?

– Déjame que os lo cuente a los dos en su momento, si te parece bien.

– Como quieras. Tenía que ir a verle ahora mismo, en cuanto me haya aseado y cambiado, para preparar los detalles del viaje a Barcelona. Puedes venir conmigo.


Sulayman y Yahya entraron en las dependencias de gobierno de su padre. No fueron a los grandes salones de las recepciones oficiales, sino a una de las pequeñas y más reservadas salas que usaba el hâjib para el trabajo de cada día. Allí estaba el hâjib, esperando a Sulayman.

– Padre, Yahya ha querido acompañarme para proponerte algo.

– Dí, hijo mío. Se breve; Sulayman y yo tenemos que atender asuntos de estado.

– Padre, os ruego me concedáis permiso para sustituir a mi hermano en su viaje a Barcelona. Dejad que sea yo quien represente al hâjib.

Abi Amir pensó en silencio durante unos instantes.

– Sulayman, ¿a ti te parece bien? – dijo al fin.

– Me parece muy bien, padre, si os complace. Yo preferiría seguir con mis tareas, si otro puede hacerse cargo de la boda de Barcelona. Yahya sería una buena opción: su latín es mejor que el mío, y además habla el dialecto catalán.

– No estoy seguro de que sea lo mejor. Creo que todavía necesitas prepararte para tus tareas como Príncipe de Cordoba.

– Padre, no es eso lo único que quiero pediros. Deseo que me concedáis permiso para emprender una peregrinación a la Meca y cumplir con el hajj.

La cara del hâjib se iluminó.

– Eso no puedo negártelo, hijo mío. Me place que quieras seguir los preceptos del buen musulmán. Incluso desearía ir contigo, pero mis deberes hacia el Califato no me lo permiten. Sea. Tú representarás a Córdoba en la boda de Barcelona, y luego partirás en peregrinación según deseas. Pero hay algo que deberás hacer primero.

– Lo que ordenéis, padre.

– El viaje a Mecca es un viaje largo y lleno de peligros. Y aún más largo es si viajas también a Bagdad y Jerusalem. En el mejor de los casos estarás varios años fuera. Eres joven y eres de la dinastía de Al’Mansur, así que debes dejar un heredero antes de tu viaje. O al menos intentarlo, y que sea la voluntad de Alah, el que todo lo decide. Te casarás inmediatamente, en cuanto podamos arreglar un enlace conveniente. Hasta que partas hacia Barcelona, dentro de seis meses, serás relevado de todas tus funciones como Príncipe y te dedicarás exclusivamente a preparar tu representación en Barcelona y a intentar concebir un hijo.

Yahya vacilaba. No se esperaba esto, pero no podía oponerse a la voluntad del hâjib. Así que dijo lo único que podía decir:

– Se hará como deseáis, padre.
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Ambientación - Historia de Yahya (1080 - ...) - III
« Respuesta #3 en: 17 de Mayo de 2006, 04:05:30 pm »
Un viaje - Cordoba/Barcelona, 1080

Los meses siguientes fueron atareados para Yahya. Se concertó rápidamente su boda con una joven de una familia noble local. Aún con precipitación, y a pesar de ser sólo el tercer hijo del hâjib, no faltaron familias candidatas a emparentar con la dinastía de Al’Mansur. La novia fue elegida por su padre y a los pocos días se celebró una ceremonia, modesta para los estándares de la familia implicada. Yahya la sobrellevó lo mejor que pudo, y conoció al fin a su esposa, Nuha Cumplió con su deber, pero se lo tomó como eso: un deber. Le parecía irreal estar casado con una mujer que no había visto hasta entonces y que iba a dejar de ver en unos pocos meses. En esto, como en tantas otras cosas, Yahya se sentía al margen de lo que le rodeaba.

Yahya cumplió metódicamente con sus deberes conyugales, se reunió con el hâjib para recibir sus instrucciones y profundizó en sus estudios de historia de los reinos nazaríes de la Península. Pero la mayor parte de su tiempo lo pasaba en oración y meditación en la Gran Mezquita. Las obras de la ampliación seguían su curso. El hâjib Abi Amir cumplía la promesa dada y ampliaba la Gran Mezquita como agradecimiento a Alah, el misericordioso, por haber alejado la temida peste negra de las tierras de la Península. La Gran Mezquita de Al’Mansur, que ya era el templo más grandioso que los hombres jamás conocieran, aún crecía en tamaño y esplendor.
A pesar de todo ese ajetreo Yahya encontraba lugares para meditar y rezar. Vestido como un peregrino, pasaba las horas en silenciosa plegaria o atendiendo a los sermones de los sabios de la fe que en alguna de las muchas dependencias de la Gran Mezquita predicaban a quienes quisieran escucharles o debatían entre ellos las sutilezas de la doctrina. A veces se atrevía a hacerles preguntas, y así llegó a ser conocido por algunos de ellos.

Llegó el día de partir. Para la boda le acompañaría un séquito relativamente numeroso: dos consejeros expertos en Catalunya y León, un buen número de sirvientes y una escolta de gala formada por veinticuatro jinetes de la guardia del hâjib. Partieron sin ceremonia: el hâjib estaba trabajando en palacio y sus hermanos habían partido de Cordoba hacia otras regiones del Califato, cada uno dedicado a sus tareas.

El viaje fué tranquilo y sin incidentes. Las tierras de Cordoba y Valencia vivían tiempos de paz y prosperidad. Las zonas de frontera mantenían sus castillos y sus vigilantes, pero la actitud era relajada y los comerciantes y viajeros transitaban por los caminos con asiduidad.
Al llegar a los condados catalanes encontraron una escolta formada por una treintena de jinetes de la guardia personal del rey Roger. Su jefe saludó respetuosamente a Yahya y se pusieron al frente de la comitiva. Los guiaron por los caminos principales e hicieron noche en varios castillos de nobles locales, los cuáles se esforzaban por honrar al máximo a tan ilustre visitante.

En otros tiempos las cosas hubieran sido distintas. La gente de los pueblos que atravesaban se hubiera escondido nada más ver acercarse un grupo de hombres armados, incluso si fueran los de su señor. La llegada de un grupo de cordobeses en armas hubiera desatado el pánico. Pero ahora no sucedía así. Habían pasado décadas sin ataques provinientes de Cordoba, y los años de buenas relaciones entre el Reino Catalanoaragonés y el Califato de Cordoba habían hecho que la gente, si no confianza, al menos no sintiera temor ante sus vecinos del sur. Y sí mucha curiosidad: los pueblerinos se asomaban a sus ventanas y puertas para ver pasar a la vistosa comitiva. De vez en cuando pasaban por sus aldeas pequeños grupos de jinetes armados, pero tres decenas de jinetes de la guardia real con sus armas más lujosas, seguidos por dos decenas de jinetes de la exótica caballería cordobesa, de vestimenta y arreos aún más vistosos, eran un espectáculo que nunca habían visto.

Llegaron a Barcelona a finales de octubre. Faltaba más de un mes para la boda, pero Yahya quería tener tiempo de visitar la ciudad antes de las celebraciones. Aunque primero de todo tendría que saludar al rey, su anfitrión.
Sus guías les llevaron hasta el palacio real en la ciudad. A la puerta del palacio les aguardaba el rey Roger de Montfort en persona, acompañado de una guardia de honor y de varios de los más elevados nobles de la corte. Cuando Yahya y sus acompañantes hubieron desmontado, Roger avanzó hacia él e hizo ademán de arrodillarse ante él como muestra de vasallaje. Pero Yahya le detuvo, le hizo incorporarse y le abrazó.

-- Estimado tío, estoy muy contento de conocerte. – le dijo en catalán --. Mi padre el hâjib te envía sus saludos y sus deseos de felicidad para ti y tu futura esposa.

-- Gracias. Abi Amir sabe que siempre tendrá mi afecto y lealtad.

Roger tomó a Yahya del brazo y le acompañó hacia dentro del palacio, mientras el resto de su séquito les seguía.
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Ambientación - Historia de Yahya (1080 - ...) - IV
« Respuesta #4 en: 18 de Mayo de 2006, 05:25:32 pm »
Una boda – Barcelona, 1080

En las semanas siguientes Yahya apenas vió al rey. Roger y sus principales oficiales estaban muy atareados con los preparativos del enlace y recibiendo a los nobles locales y a los representantes de monarcas extranjeros que venían a presentar sus respetos. En cambio aprovechó para conocer a su familia lejana. Muchos en Barcelona recordaban a Maria de Montfort, la hermana del actual rey, aunque partió de muy joven hacia Qurtuba. Al principio la presencia de Yahya les intimidaba, tanto por su estatus como Príncipe del Califato de Cordoba como por su exotismo y extrañeza. El propio Yahya también se sentía incómodo, aunque en su caso era la reacción habitual al encontrarse con otras personas. Tal vez esa misma timidez ayudó a que los Montfort perdieran el miedo ante el poderoso príncipe que se comportaba como un invitado de bajo rango que no sabía si sería bien recibido. A todos sorprendió gratamente además el hecho de que el cordobés hablara su lengua, aunque fuera de forma vacilante y con un acento muy extraño. Algunos nobles catalanes hablaban latín, pero de manera dificultosa y muy formal. En cambio, el romance catalán era su lengua de cada día y con ella se encontraban mucho más cómodos. En lugar de un altivo príncipe que les hablaba en pomposo latín de temas de estado se encontraron con un tímido primo que en su misma lengua y con un divertido acento les pedía que le hablaran de su pariente, Maria. Así Yahya también fue perdiendo la timidez al ver que era acogido con naturalidad y recibía con avidez las historias que le explicaban de su madre Maria, y de sus abuelos y otros parientes de los que hasta ahora poco sabía.
También amplió sus conocimientos mediante las crónicas oficiales. Ayudado por los archiveros de palacio, leyó viejas historias de los condes catalanes, de los Montfort, de los reyes navarros de antes de su unión con los condes de Barcelona... Algunas historias ya las conocía, aunque desde el punto de vista cordobés, pero otras eran nuevas para él.

Así pasó el tiempo mientras se acercaba el momento de la boda. Los delegados iban llegando y presentando sus respetos al rey. Con los más importantes se celebraban fiestas en su honor, a las cuáles a Yahya se le pedía que asistiera para mostrar al mundo el apoyo de Cordoba a los Montfort. Yahya lo aceptó como su deber, e incluso insistió en estar presente en las ceremonias religiosas, aunque sin participar activamente. Aunque esto causó alguna extrañeza y alguno de los obispos no lo veía con buenos ojos, Roger argumentó que era un gesto de deferencia que Yahya hacía hacia él y su esposa, y eso acalló cualquier crítica.
Llegó el día del enlace. Las ceremonias y las celebraciones fueron sencillas para los estándares de Cordoba, pero tenían una cierta grandeza y solemnidad. Todos los nobles vestían sus mejores galas, con mantos de vivos colores en los que llevaban bordados sus escudos de armas. Se habían reunido un buen número de obispos y abades, y un legado papal, que añadían aún más color con sus ricas vestiduras y sus cruces enjoyadas. La comitiva nupcial desfiló por Barcelona para que el pueblo pudiera admirar y aclamar a sus soberanos. Y el pueblo lo hizo con entusiasmo, encantado de ver el despliegue de lujo y poder que hacía su rey.

Tras la ceremonia religiosa la comitiva volvió al Palau Reial para el banquete. El gran salón de audiencias había sido engalanado con todos los lujos y preparado para albergar a los invitados de mayor rango. Otros salones se prepararon para los acompañantes e invitados de menor alcurnia, e incluso se prepararon fiestas para el pueblo donde el vino y las salchichas corrieron en abundancia.
Yahya ocupaba un puesto de honor en la mesa del rey. A la derecha del rey estaba su hermano Corcotta, el heredero, a su derecha se sentó Yahya, y a la derecha de Yahya estaba el obispo Benito, llegado en representación del Papa de Roma. Yahya hubiera preferido estar junto a sus consejeros, pero estos estaban en una mesa secundaria: la presencia en la mesa real estaba reservada a los invitados de mayor alcurnia.
Aún así, la fiesta transcurrió agradablemente para Yahya. Con Corcotta ya tenía una cierta confianza, fruto de sus conversaciones sobre la familia y el reino. El obispo al principio parecía un tanto disgustado por haber de compartir mesa con el infiel, pero se mostró gratamente sorprendido cuando Yahya se dirigió a él en un muy correcto latín para preguntarle si conocía al obispo de Cordoba, con el cuál Benito había coincidido en Roma hacía ya muchos años. Roto el hielo, acabaron dialogando sobre los filósofos griegos y latinos y comparando las traducciones árabes y latinas de sus obras. Yahya se sentía cómodo en este tipo de conversaciones impersonales.

El banquete iba siguiendo su curso. Un gran número de sirvientes iban trayendo continuamente grandes bandejas con todo tipo de exquisiteces: sopa de gallina con limón, berenjenas con leche de almendras, habas reales, calamares rellenos, pavo con salsa agridulce, corzo en salsa de jengibre y miel, y postres como los buñuelos de queso y huevo, nueces confitadas, turrón de avellanas y mazapán acompañado de vino garnacha dulce. Otros sirvientes estaban atentos a mantener llenas las jarras de vino especiado y agua que los comensales tenían a su disposición. Y aún había unos sirvientes especiales que se dedicaban a cortar trozos de carne o pasteles para los comensales, e incluso troceaban esas porciones en pedazos que pudieran ser llevados a la boca. Aunque se intentó presentar como una muestra de lujo y refinamiento, Yahya sabía que no era ése el motivo. El objetivo era limitar al máximo el número de cuchillos que hubiera en la sala. Todos los invitados al entrar al salón habían sido requeridos a dejar en depósito no sólo sus espadas, sino también sus dagas. Y los cubiertos consistían únicamente en cucharas y unos cuchillos de punta y filo muy romos, hechos de madera finamente decorada pero escasamente cortante. Además, como un hombre puede matar incluso con las manos desnudas, por el salón había distribuidos numerosos sirvientes especialmente fornidos, que no traían comida ni bebida sino que permanecían vigilantes a todo lo que sucedía en el gran salón. Roger estaba muy preocupado por la posibilidad de un asesinato y firmemente decidido a evitarlo a toda costa.

Pero ningún asesino hizo acto de presencia y la fiesta iba siguiendo su curso, cada vez más animada conforme la bebida y la música iban haciendo su efecto en los invitados. Los espectáculos se sucedían: malabaristas que se lanzaban unos a otros teas encendidas, bailarinas venidas de Cordoba que causaron admiración con su danza cimbreante y escandalizaron al obispo (aunque a pesar de sus murmullos condenatorios no desvió la mirada), y unos equilibristas que formaron una alta torre humana, a la que se subió un enano llevando en equilibrio una copa sobre su cabeza con la cuál al llegar a la cima brindó por los recién casados.
Los invitados también iban relajando las formalidades. Algunas parejas se levantaron para bailar en el espacio que quedaba enfrente de las mesas cuando no había espectáculos. Algunos nobles jóvenes abandonaban sus lugares para ir a buscar a las damas con las que habían estado cruzando miradas, abandonando las divisiones entre rangos. Se formaban grupos de amigos que charlaban y se juntaban con otros conocidos.

Uno de estos grupos se acercó hacia la mesa real. Yahya pensó que iban a rendir homenaje a los recién casados, pero uno de los jóvenes se adelantó y se dirigió hacia él. Yahya lo reconoció como Sancho Aznar, un descendiente de una vieja familia castellano-navarra que ahora estaba afincada en Barcelona y que había visto brevemente en un banquete anterior. Le habían advertido de que Sancho no tenía ningún aprecio hacia los cordobeses: su familia tenía posesiones en Castilla Vieja cuando la región formaba parte del reino de Navarra. El bisabuelo de Sancho luchó contra Al’Mansur cuando éste invadió la región, y en la lucha perdió la vida y sus posesiones. La familia prefirió emigrar a Navarra antes que someterse al dominio cordobés y, tras la unión de Navarra a las posesiones de la Casa de Barcelona, se trasladaron a Catalunya esperando prosperar al servicio de su nuevo rey. Las cosas no les habían ido del todo mal, pero no habían vuelto a su antiguo estatus, y la familia mantenía abierta la herida sufrida a manos de los cordobeses; su odio hacia el Califato era bien conocido en la corte.
Sancho parecía haber bebido bastante. Llevaba en una mano un fuet, una salchicha seca de cerdo típica del país, y en la otra una copa de vino. Se acercó a Yahya y le hizo una profunda y teatral reverencia.

-- Os saludo, noble príncipe de Cordoba – dijo en catalán. En realidad no se dirigía a Yahya sinó a la concurrencia, especialmente a su grupo de amigos que se habían quedado un poco más atrás. Eran un grupo de jóvenes nobles, algunos de bajo rango, otros los hijos menores de grandes familias del país. Ninguno había tenido tratos con Yahya.

-- Veo que no coméis ni bebéis, noble señor – prosiguió Sancho en tono burlón –. Esto no puede permitirse. Tomad, comed estas viandas típicas de Catalunya, y bebed de este buen vino – ofreció a Yahya el fuet y la copa, mirándolo desafiantemente.

Se había hecho el silencio en el salón y todos los ojos estaban puestos en el incidente. Un par de los guardias se acercaron hacia el grupo, y Corcotta, dándose cuenta de la provocación, hizo ademán de levantarse e increpar a Sancho. Pero Yahya lo detuvo con un gesto. Lentamente, con una sonrisa, tomó el fuet y la copa de las manos de Sancho. Mordió el salchichón y masticó lentamente. Luego levantó la copa de vino y se la bebió entera, de un sólo trago, ante el asombro de los presentes. Bajó la copa y, sonriendo a Sancho, dijo:

-- Salut!

Los invitados estallaron en risas y aplausos, mientras Sancho Aznar se retiraba avergonzado. Roger sonreía. Él sabía que en Cordoba el vino era habitual, y que muchos musulmanes cordobeses no seguían las reglas que su religión les imponía respecto al vino y al cerdo. Pero para la mayor parte de los reunidos lo que había hecho Yahya era algo extraordinario: había ido contra el Islam para tomar la comida y la bebida de los cristianos.
A partir de entonces muchos de los nobles cristianos presentes se acercaron a saludar a Yahya. Todos insistían en llenarle la copa y brindar con él, y Yahya complajo a todos.También les maravillaba que les hablara en catalán, aunque fueran unas pocas palabras de cortesía.
La afluencia de admiradores de Yahya se prolongó un buen rato, pero al final decayó. Yahya aprovechó para excusarse ante el rey y abandonar la fiesta. Acompañado por sus consejeros, caminó muy lentamente hacia la puerta del salón. En cuanto salió de éste, casi se desplomó contra una pared. Entre sus consejeros y su escolta, que le esperaba fuera del salón, le llevaron casi a rastras hasta su habitación y lo dejaron sobre la cama en estado de total embriaguez.
A la mañana siguiente uno de los consejeros solicitó al rey que excusara a Yahya, que permanecería en su habitación durante todo el día porque estaba ligeramente indispuesto. Roger sonrió para sus adentros.
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Ambientación - Historia de Yahya (1080 - ...) - V
« Respuesta #5 en: 25 de Mayo de 2006, 10:10:06 am »
Una peregrinación – Barcelona 1081/Mecca 1082

Superados los estragos de la bebida, Yahya reemprendió sus actividades sociales. Ahora eran escasas puesto que las delegaciones iban abandonando Barcelona y volviendo a sus lugares de origen. A los pocos días Yahya pidió permiso a Roger para visitar el Mausoleo de los Montfort y los Jardines Reales de Catalunya. Sus consejeros se quedaron en Barcelona y él partió sólo con la mitad de la escolta y algunos sirvientes. Durante varias semanas se alojó en un pueblo cerca del Mausoleo y los Jardines, e iba a visitarlos todos los días.
El Mausoleo le pareció una obra fuerte pero sombría. No podía compararse en monumentalidad a la Gran Mezquita de Al’Mansur (¿qué obra del hombre podía compararse a ella?), pero tenía una indudable fuerza y solidez. Sus gruesos muros de roca gris, con muy escasas ventanas, hacían que el ambiente interior fuera recluido, como una cueva de ermitaño. Las pinturas religiosas que cubrían los muros reforzaban esa impresión, con sus hiératicas figuras de santos, cristos entronizados y ángeles y arcángeles luchando contra feroces diablos. A ambos lados del interior del mausoleo había estatuas de los antiguos reyes de la casa de Barcelona, y al fondo resaltaban los sarcófagos de los Montfort, empezando por Jordi, el rey loco. Su figura esculpida en la tapa del sarcófago resultaba inquietante, como si el escultor hubiera conseguido capturar algo de la locura que llevó al buen rey a construir tal monumento.
Los Jardines Reales eran totalmente distintos. Estaban llenos de vida y de luz, abiertos al mundo y a un espectacular paisaje. No tenían la clara luminosidad de los grandes jardines de Medina al-Zahira o de la misma Qurtuba, ni llegaban a su nivel de cuidado y refinamiento. Los jardines catalanes eran mucho más agrestes, las plantas parecían crecer más a su antojo, independientemente de los cuidados de los jardineros. Pero tal vez por eso mismo resultaban más vivos, más salvajes, más potentes. Si el Mausoleo era un monumental memento mortis, un recordatorio para los hombres de que les espera una muerte sombría, los Jardines les decían que todavía estaban vivos, que tenían fuerza y vitalidad.

Cuando creyó que había visto bastante de las obras del Montfort loco Yahya emprendió un viaje alrededor de Catalunya. No buscaba ver ningún lugar en particular, sólo conocer el país de origen de parte de sus antepasados. Le acompañaba solamente una pequeña escolta de cuatro guardias cordobeses y un caballero catalán que les hacía de guía, y viajaban sin emblemas de su rango. A veces se alojaban en las casas de nobles locales, estupefactos al recibir la visita de un Príncipe de Cordoba, a veces en simples posadas donde le tomaban por algún rico mercader cordobés. Así Yahya recorrió durante varias semanas los caminos de Catalunya, del abrupto interior a las llanuras costeras, y finalmente, cuando ya hacía casi seis meses de su llegada, Yahya decidió volver a Barcelona para seguir su peregrinación.

Cuando llegó allí le esperaba una noticia: Alah le había bendecido; ocho meses después de su partida su mujer Nuha había dado a luz a una niña, que llamaron Mariam. A Yahya le complajo la elección del nombre. Mariam, como su madre Maria, la abuela de la niña. Pero aparte de eso no le afectó demasiado la noticia. Su paternidad era una cosa lejana, algo más de lo que había dejado en Cordoba. Eso quedaba muy atrás, como en otro mundo u otra era; su futuro estaba en su peregrinación a las ciudades santas.

Era finales de agosto y le esperaba un largo viaje. Se reunió por última vez para despedirse de la familia Montfort, que ahora era un poco la suya propia, y del rey Roger. También se despidió de sus consejeros y sirvientes, que se quedarían en Barcelona, así como de la mayor parte de la escolta, que volvería a Cordoba. Sólo cuatro hombres viajarían con él, cuatro guardias que se habían presentado voluntarios para hacer también el hajj y al mismo tiempo proteger al príncipe en su peregrinación.
Yahya y sus acompañantes se embarcaron en un mercante que les llevaría hasta Mansura, Egipto, por mar siguiendo la costa norteafricana. El viaje fue largo, con numerosas escalas comerciales, pero tranquilo. Llegaron sin incidentes a Mansura en mayo del 1082 y se presentaron al gobernador de la región. Éste, que esperaba su llegada, les ofreció un guía y una escolta para llevarlos hasta Mecca, pero Yahya lo rechazó. Quería hacer lo mismo que un simple peregrino más, sin privilegios, así que se unieron a una de las caravanas de peregrinos que partían hacia la ciudad santa.
La caravana siguió la ruta marítima, atravesando Masura y embarcando en Suway para bajar por el Mar Rojo hasta la región de Madina. Desde allí atravesaron el desierto hasta llegar a la ciudad sagrada, Mecca, la cuna del Islam, donde Mahoma predicó a los primeros creyentes.

Yahya se vio envuelto por un ambiente henchido de la más profunda fe. Rodeado de peregrinos que habían hecho el máximo esfuerzo y sacrificio para cumplir una vez en la vida con el sagrado deber de peregrinar a Mecca, sabiendo que pisaba los mismos lugares donde Mahoma predicó las palabras recibidas de Alah, rodeado por los descendientes de las primeras gentes que oyeron las divinas palabras del Coran, se unió a la extrema devoción de los fieles. Participó con total dedicación en las cinco oraciones del día, siguió estrictamente los ayunos rituales, dedicó largas horas a la meditación y a la plegaria. Algunas veces se acercaba a los más respetados imanes de la ciudad, hombres santos y sabios en la sagrada palabra del profeta, para escuchar sus prédicas. En otras ocasiones se alejaba de Mecca durante unos días para meditar en solitario en el desierto. Siempre con la máxima dedicación, siempre concentrado plenamente en los rituales de su fe. Sus acompañantes se admiraron de tanta devoción en alguien de tan elevada cuna, e incluso llamó la atención de los religiosos locales, que aprobaban esa rigurosidad y dedicación en alguien joven y noble. Sin duda era un bendecido por Alah.
Yahya, sin embargo, no se sentía tan bendecido. Se dedicaba a los ritos con convicción, con ganas de sentir esas bendiciones divinas; pero no terminaba de conseguirlo. O al menos eso le parecía. Los puntos básicos de la doctrina le convencían, creía plenamente en ellos, aunque algunos preceptos concretos le parecieran extremos o poco apropiados; los rituales le daban paz y llenaban sus horas de algo que hacer. Pero no terminaba de sentir que una plena dedicación a la fe fuera un objetivo al que pudiera dedicarse. Intentó acercarse a la fe desde otro punto de vista, buscó las enseñanzas de místicos y anacoretas. Pero aunque en los desérticos alrededores de Mecca había muchos creyentes dedicados a vivir su fe en soledad y meditación, en ellos sólo encontró muestras extremas de la fe de los peregrinos. Las autoridades locales no veían con buenos ojos ninguna muestra de fe heterodoxa cerca del centro del Islam, y no toleraban la presencia de místicos que se desviaran de las enseñanzas de los imanes oficiales.
Yahya, además, sabía que no podía quedarse en Mecca y dedicar su vida a la plegaria. Él era un Príncipe de Cordoba y tenía obligaciones. Tarde o temprano tendría que terminar su peregrinación y volver a ellas. Tras permanecer en Mecca durante un año y medio, Yahya siguió su camino.

Yahya y sus acompañantes se unieron a un grupo de peregrinos que iban de vuelta hacia Bagdad tras el hajj. Volvieron a embarcarse para navegar por el Mar Rojo, pero esta vez desembarcaron en Petra y se dirigieron hacia Jordan, en el Emirato de Siria.
Cuando llegaron al primer fuerte que vigilaba la ruta Yahya se presentó al gobernador y se identificó. El gobernador había sido advertido de su llegada, pero hacía muchos meses de ello y había llegado a pensar que ya no iba a aparecer. A pesar de eso, le ofreció inmediatamente una escolta para su viaje. Pero Yahya la rechazó, prefería hacer el camino junto con los demás peregrinos. Sólo solicitó al gobernador un guía oficial que les ahorrara los controles y las esperas para hacer más rápido su paso a través del Emirato. Y así partieron hacia la legendaria Baghdad.
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Re: Ambientación - Historia de Yahya (1080 - ...)
« Respuesta #6 en: 20 de Julio de 2006, 11:32:11 am »
[Bueno, más vale tarde, aunque sea mucho, que nunca. Esto es parte de lo ocurrido con Yahya durante el turno 17. Tendría que haberlo publicado durante el entreturnos, o al menos antes de que empezaran a salir NFs del turno 18, pero entre mi lentitud y la rapidez de Eneas, me ha pillado el toro. Aún así, ahí va una parte, y pronto espero tener la segunda y última correspondiente al T17]

Dos ciudades – Jordan 1084/Baghdad 1085/Jerusalem 1087

Baghdad. Yahya había leído innumerables historias sobre Baghdad, la ciudad más grande, más hermosa, más rica. La única que puede competir con la gran Qurtuba en esplendor y belleza.

Las historias no mentían. En las cercanías de Baghdad el paisaje se iba haciendo más poblado y más rico y su pequeño grupo de peregrinos se cruzaba cada vez con más viajeros: mercaderes locales, caravanas que iban hacia Bizancio o hacia el Mediterraneo, otros peregrinos que volvían a sus casas.... Por la carretera de Mosul a Baghdad el tráfico era intensísimo y cada pocos quilómetros había posadas para atender a los numerosos viajeros.

Llegaron a Baghdad a mediados de marzo de 1085. Yahya quedó gratamente impresionado. No tanto por su tamaño (acostumbrado a Qurtuba la diferencia no era mucha) como por la el esplendor que se respiraba. Baghdad era una ciudad rica y lo mostraba. Ninguna de sus construcciones podía compararse con la Gran Mezquita de Al’Mansur, pero había muchas y muy variadas. Edificios oficiales, palacios de nobles locales, jardines, madrassas, mezquitas... en todos ellos se mostraba la opulencia de la gran Baghdad. Además, a Yahya el estilo le resultaba atractivo por lo exótico. Teniendo la cultura árabe y musulmana en común, lo que en Qurtuba eran influencias romanas y europeas en Baghdad era la influencia de los antiguos persas y de los estilos orientales que llegaban a través de la ruta de la seda.
 
Viniendo de pasar meses en el desierto de Mecca, a Yahya le costó abstraerse de las maravillas que le rodeaban y dedicarse a sus devociones. Pero con un esfuerzo se concentró en visitar las Mezquitas y Madrassas donde perfeccionar su fe y su conocimiento. Al poco tiempo se dio cuenta de que no podía limitarse a atender a las enseñanzas de una rama del Islam. En Baghdad convivían los monumentos a la fe sunní, la chií y la recientemente aparecida fe mutahí, la nueva fe oficial del Emirato. Esta última se había impuesto, pero todavía quedaban lugares y pensadores dedicados a las otras ramas del Islam. Además, la conversión era reciente y había hecho que las diferencias entre unas y otras doctrinas quedaran difusas. Después de todo, los mutahís predicaban que todos los musulmanes eran unos, que debían estar unidos.
Esta profusión de versiones doctrinales hizo decidir a Yahya el alargar su peregrinación a Baghdad. Visitaría no sólo los lugares santos comunes a todo el Islam, o los teólogos sunnies, sino también los chiies y los mutahies, para aprender de todos ellos.

Y así lo hizo. Viajó por la región para visitar todos los centros de interés, y asistió a las enseñanzas de los más grandes teólogos y pensadores de la ciudad, sin distinguir entre suníes, chiíes y mutahíes. A todos escuchó, con todos debatió, y encontró que sus enseñanzas eran tan parecidas que una vez más se maravilló de que estuvieran enfrentados entre ellos. Le expresó su asombro a un imam mutahí, y éste se mostró enfáticamente de acuerdo, y afirmó que ése es el objetivo del Mutahid Islam, unir a los musulmanes divididos. Pero Yahya le respondió: “Si el objetivo es la unión de todos los fieles, ¿para qué creais otra rama más que divide a los musulmanes?”

Cuando ya llevaba más de un año en Baghdad, Yahya decidió intentar visitar al Emir. Llevaba para él una carta oficial de su padre, el hâjib, pero además quería conocer al actual representante de esa famosa dinastía Buhwayida de hombres cultos y grandes constructores. Pidió audiencia en el Palacio Real, y para su sorpresa le fue concedida para el día siguiente; tal vez por una gran accesibilidad del Emir o tal vez por la influencia del nombre de Cordoba aún en estas lejanas tierras.
Yahya se presentó en el Palacio vestido con sus simples ropas de peregrino, lo que provocó miradas de reprobación en el chambelán que le acompañó hasta la sala del trono. Allí le esperaba el Emir Abd al-Rahman Badr al-Din con sus vestimentas oficiales, acompañado de sus consejeros y sus guardias de gala. Frente a ellos, Yahya sólo y vestido con las blancas ropas de peregrino. Saludó al Emir según marca el ceremonial y le entregó el mensaje oficial del hâjib. Se interesó formalmente por los recientes problemas bélicos del Emirato y expresó la solidaridad de Cordoba con Bagdad. Pero luego aclaró rápidamente que el aspecto oficial de su visita acababa allí, y que él personalmente quería hablar con el Emir en calidad de hombre espiritual y científico. El rostro de Abd al-Rahman se iluminó. Despidió a sus consejeros y mandó a Yahya que le siguiera a sus aposentos particulares. Allí hablaron del Mutahid Islam y de las relaciones con los cristianos, de la Gran Biblioteca y de la Gran Mezquita, de los descubrimientos que se estaban haciendo en Bagdad y de las experiencias de Yahya en su peregrinación. El Emir recibió a Yahya varios días más, hasta que sus obligaciones de gobierno y el deseo de Yahya de seguir su viaje les obligó a despedirse.

Partió en junio de 1086, tras pasar más de un año en Baghdad, y con la sensación de no haber terminado con las maravillas de la ciudad. Probablemente nunca volvería a ella, pero estaba seguro de llevarla consigo por el resto de su vida.


De Baghdad partió hacia Jerusalem, deshaciendo el camino a través de los dos Emiratos y virando hacia el oeste al llegar a Jordan.
Jerusalem. Otra ciudad legendaria, aunque en este caso sólo por razones espirituales. Ciudad santa para los judíos, para los musulmanes y para los cristianos, la ciudad más religiosa del mundo. Esa espiritualidad se notaba en la misma ciudad, llena de mezquitas, pero también de iglesias y sinagogas. Y sobretodo llena de peregrinos de todas las religiones del libro, que convivían en paz dentro de los muros de la ciudad. El Emir de Siria mantenía la política de permitir la peregrinación pacífica de todos los credos, y los conflictos religiosos quedaban fuera de la ciudad.

Yahya se dejó llevar por ese espíritu y dedicó su peregrinación a todos los centros religiosos. Visitó la Mezquita de la Roca, donde el profeta Mahoma, el bendecido de Allah, partió para visitar los cielos y la tierra. Visitó también el Santo Sepulcro, donde dicen los cristianos que Iesu Cristo estuvo enterrado. Visitó también el Muro de los Judíos, los restos de su antiguo Templo sagrado, donde acuden a orar y a lamentarse por su pérdida. En todos esos lugares se comportó como un peregrino más, orando a Allah, que es el dios de todos. Y escuchó a todos los maestros religiosos, de todos los credos, puesto que todos hablaban de un Dios único y padre de todos.

Más de dos años pasó en Jerusalem. Hasta que en junio de 1088 decidió que tenía que seguir su viaje. Aunque había tomado una decisión: no sería el viaje que en principio estaba previsto. Escribió una carta a su padre para explicar su tardanza y su cambio de ruta, y se dirigió con sus compañeros a embarcar.
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Re: Ambientación - Historia de Yahya (1080 - ...)
« Respuesta #7 en: 25 de Julio de 2006, 02:43:36 pm »
Una visita inesperada – Jerusalem 1088/Constantinopla 1089

No les costó encontrar en los puertos de Levant una embarcación que les llevara. Era una zona con un tráfico de mercaderías muy intenso en todas direcciones y los barcos mercantes solían redondear los beneficios del viaje llevando pasajeros. Lo que sí sorprendió al capitán es que un grupo de peregrinos musulmanes les pidiera embarcarse para ir al norte. Pero el dinero del pasaje le hizo olvidar rápidamente esa sorpresa y Yahya y sus acompañantes embarcaron hacia Constantinopla.

Constantinopla, la gran ciudad del oriente cristiano. Ciudada santa para los ortodoxos, sede del Patriarcado Ortodoxo y del gobierno del Imperio Bizantino, heredero del Imperio Romano de Oriente. El centro del poder de la nación más poderosa de Europa y Oriente Medio.

Al acercarse a la ciudad les llamó la atención, como a todos los que llegaban por primera vez, el Gran Puerto de Constantinopla, con su faro visible desde muchos kilómetros de distancia. En el puerto había anclados cientos de barcos y aún cabían muchos más, tal era su tamaño.

Era la primera vez que Yayha estaba en una gran ciudad no musulmana, salvo Barcelona. Pero Constantinopla era muy distinta a Barcelona. No sólo por su tamaño, mucho mayor, sino por su carácter. Bizancio era una ciudad indudablemente cristiana, pero al mismo tiempo también una ciudad oriental, y además la capital de un gran imperio. El lujo y el esplendor abundaban en toda la ciudad, tanto en los edificios públicos como en los privados; un lujo que se reflejaba al exterior y se exhibía para que todo el mundo lo admirara y envidiara.
Entre las muestras de esplendor destacaba una por encima de todas: Hagia Sophia, la Iglesia de la Sagrada Sabiduría. Su cúpula era visible desde casi toda la ciudad y atraía irresistiblemente la vista. Su interior era tan rico y espléndido que llevó al Emperador Justiniano, su creador, a creer que había sobrepasado la obra del sabio Salomón. El orgullo pierde a los hombres poderosos; quizás en este caso era perdonable.

Sin embargo, Yahya no había acudido a Constantinopla a admirar su arquitectura y sus riquezas. Había venido como peregrino, para aprender de la sabiduría de los cristianos ortodoxos. Y eso hizo: acudió a las ceremonias religiosas como un creyente más, escuchó los cánticos y los sermones de los sacerdotes, leyó sus libros sagrados. Acudió también a recibir las enseñanzas de los sabios en la fe ortodoxa. Si le cuestionaban por su fe, respondía: “creo en el Único Dios”. Algunos aceptaban enseñarle, otros le rechazaban. En ningún caso se presentó como Príncipe de Cordoba; aunque por su educación era obvio que se trataba de un noble cordobés, nada había en él que indicara posición tan elevada. Yahya lo prefería así; no por miedo, las relaciones entre Cordoba y Bizancio siempre habían sido buenas, sino para que su peregrinación no quedara alterada por los privilegios que otros quisieran darle.
Sin esos privilegios su peregrinación y su aprendizaje siguió durante meses. Encontró interesantes las profundas disquisiciones teológicas de los sabios ortodoxos. Llevaban siglos con bizantinos debates sobre los detalles mas nímios de la creación, para todos ellos había una obra que cubría el tema en profundidad. O varias de ellas. Sin embargo, tras un trabajo tan precioso y tan diestramente elaborado, el material no era distinto que el que había hallado en Cordoba, Mecca, Bagdad o Jerusalem.

Cinco meses llevaba ya Yahya en Constantinopla y decidió que debía marchar pronto. Pero antes quería visitar a Esteban, el Emperador de Bizancio, para presentarle sus respetos y conocer al hombre más poderoso de Europa. Así que se dirigió al Palacio Imperial para pedir audiencia.
Igual podía haber pedido que le dieran el puesto de Emperador. La cantidad de nobles y ricos comerciantes que querían audiencia con el Emperador era enorme y todos pugnaban por conseguir una fecha lo más pronta posible. La todavía delicada situación del Imperio, recuperándose de la reciente guerra civil, y los preparativos para la muy próxima boda de Esteban no facilitaban las cosas, puesto que los períodos de audiencia se habían reducido. Y además Yahya veía dificultada su misión por su desconocimiento de la burocracia palaciega. Veía a ricos mercaderes que llegaban con regalos para tal funcionario, o con cartas de recomendación de un pariente de la esposa un ministro, y pasaban por delante suyo. Aunque sólo para conseguir hablar con el siguiente oficial imperial que debía ser visitado, quizás sobornado, antes de poder conseguir una audiencia.
Tal vez haciendo uso de su condición de Príncipe de Cordoba hubiera conseguido su objetivo; tal vez ni con eso. En cualquier caso, tras tres semanas de esfuerzos Yahya decidió abandonar. Escribió una carta para el Emperador y la entregó, junto con un "regalo" de considerable valor, al subsecretario del oficial de las dependencias privadas del Emperador, con la esperanza de que tarde o temprano llegar a manos de Esteban.

Con esta última frustración Yahya se embarcó de nuevo para abandonar Constantinopla en junio de 1089. Esta vez sí, para alegría de sus acompañantes, hacia el oeste, hacia Cordoba.
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Re: Ambientación - Historia de Yahya (1080 - ...)
« Respuesta #8 en: 26 de Julio de 2006, 04:48:22 pm »
Una decisión sorprendente - Palermo 1089

En Constantinopla habían oído rumores sobre las actividades del “Príncipe Pirata”, o “el Pirata Cordobés”. Yahya quedó asombrado cuando supo que se trataba de su tío Abd al’Khalil, el hermano del hâjib. Sólo Alah conoce los secretos de los corazones de los hombres, pero Yahya nunca hubiera esperado algo así. Su tío siempre había sido algo extraño, reservado y soñador; en cierto sentido, como el mismo Yahya. Abd al’Khalil eligió las aventuras como pirata; Yahya eligió la via espiritual de aprendizaje y peregrinación; otro hombre se hubiera quedado en Cordoba y hubiera cumplido sacrificadamente con su deber. ¿Quién puede decir qué camino place más a Alah?

Su ruta les llevaba hacia la zona de accón de Abd al’Khalil; Yahya fantaseaba con un encuentro con los piratas y la posibilidad de hablar con su tío. Pero no hubo ningún encuentro; el viaje desde Constantinopla transcurrió sin complicaciones y avistaron las costas sicilianas a finales de septiembre de 1089. Cuando partieron la isla estaba bajo dominio del Arzobispado de Sicilia, un vasallo del Papa Católico. Ahora, sin embargo, en las torres de vigilancia costera ondeaban los macabros estandartes del Reino de Sicilia: una calavera negra en fondo rojo. Los marineros hablaban en susurros sobre los nuevos dueños de Italia: una horda sanguinaria llegada del este, que había sembrado el terror en media Europa pero que sorprendentemente había sucumbido ante el poder mágico del Papa Negro, se había convertido al catolicismo y se había hecho su vasallo, asentándose en Italia. Al hacerlo había esclavizado y saqueado Venecia, había sometido a los ciudadanos del Latio y había impuesto sus costumbres bárbaras, relegando a los auténticos italianos a la servidumbre. Incluso se rumoreaba que su conversión era falsa, que en realidad seguían con sus rituales bárbaros. Otros decían que no eran hombres sino demonios, llamados a su lado por los satanistas de Venecia y de Roma.
Desde la distancia de la costa Yahya no veía ni bárbaros ni demonios. Sólo las torres de vigilancia, las barcas de pescadores sicilianos, los pueblos costeros... la misma Sicilia de siempre con el único cambio de las banderas.

Finalmente vieron otros estandartes más tranquilizadores: el verde de los Fatimíes y la franja azul sobre fondo verde de los Omeyas ondeando sobre las murallas de Palermo, el bastión que quedaba del dominio fatimí sobre Sicilia, ahora compartido con el Califato de Cordoba.
Cuando desembarcaron en Palermo, los cuatro acompañantes de Yahya besaron el suelo. Aunque lejos de la Península, por fin estaban en tierra del Califato de Cordoba. El fin de su viaje estaba a la vista. Pasarían el invierno en la ciudad y luego emprenderían la última parte de su larguísima peregrinación, casi diez años ya.

En Palermo recibieron noticias detalladas de Cordoba y de Europa occidental. Las noticias de Cordoba, salvo por la extraña y corta rebelión de Castilla, eran buenas. Como siempre, Cordoba iba bien. Menos buenas eran las noticias de Europa: las noticias de la llegada de la horda a Italia eran terroríficas. El miedo a la horda y a los satanistas se extendió por Europa. El Papa adoptaba el negro como su color, alimentando rumores siniestros. La muerte del Emperador del SIRG cuando iba a visitar al Papa añadía incertidumbre a la situación. Y mientras estaban pasando el invierno en Palermo, llegó una noticia que causó conmoción: el rey de Borgoña había acusado al Papa Negro de ser el enviado de Satan. El Papa había reaccionado excomulgándolo y además había aumentado su hostilidad contra Cordoba. En Palermo se despertó la alarma y se aumentó la vigilancia; los gobernadores de la ciudad enviaron peticiones de ayuda a sus respectivos soberanos de Cordoba y Egipto.

Yahya sopesó las noticias que llegaban. Dudaba sobre si la decisión que había tomado era la correcta. Tal vez debería cambiar sus planes. Pero no: la difícil situación le reafirmó en su determinación. Fue a contárselo a sus fieles acompañantes, los cuatro guardias que le habían acompañado en su peregrinación.

- Compañeros, amigos míos, sé que estáis ansiosos por volver a Cordoba. Llevamos más de nueve años de peregrinación, estaréis deseando ver a vuestras familias, casaros, formar una familia. – hizo una pausa, mientras sus guardaespaldas asentían enfáticamente.
- Sóis libres de hacerlo. En cuanto pase el invierno podéis embarcar hacia Cordoba, y yo os daré una carta para que la entreguéis a mi padre aclarando que yo os he dado licencia. Pero yo no os acompañaré. Debo seguir mi peregrinación. Mi siguiente etapa es... Roma.
Sus acompañantes se quedaron de piedra, horrorizados. ¡Roma! ¡La ciudad santa de los católicos, la guarida del Papa Negro, el enemigo de Cordoba, el Maligno! A gritos le suplicaron que no lo hiciera.
- Debo hacerlo – les replicó -. Es la misión que he elegido: visitar todos los centros sagrados de todas las religiones del Dios Único, para aprehender la verdad sobre todas ellas. Roma es una de ellas, y debo ir. Pero vosotros no tenéis porqué arriesgar vuestras vidas. Me habéis servido bien. Habéis hecho el hajj y cumplido vuestra misión. Podéis volver a Cordoba con honor.
Yahya les despidió y se retiró a sus aposentos. Pero poco después llamaron a su puerta, y allí estaban sus guardias.
- Mi señor Príncipe. El hâjib de Cordoba, que Alah le proteja, nos encomendó una misión: acompañaros y protegeros en vuestro viaje, dando nuestras vidas si hacía falta. Así lo hemos hecho durante estos largos años. Así lo haremos durante los años siguientes, allá donde vayáis, pues tal es nuestro deber. Y también nuestra voluntad. Habéis sido con nosotros un compañero y un amigo durante este largo viaje; justo es que nosotros estemos junto a vos cuando nos necesitáis. Esta es nuestra decisión.
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