Historia de Yahya (1080-...)
Yahya - Cordoba, 1080
Yahya no se sentía a gusto. No es que tuviera muchos motivos para no sentirse. Muchos considerarían su posición envidiable. Era hijo de Abu Amir, hâjib de Cordoba. En principio los hâjib de Cordoba eran sólamente funcionarios. Los más elevados de la administración de Cordoba, pero servidores del Califa al fin y al cabo. Sin embargo, desde los tiempos de Al’Mansur, esto cambió. Él también empezó como Abi Amir Muhammad, un fiel servidor del Califa Alhaquen, pero sus habilidades y la gracia de Allah, el que rige los destinos de los hombres, le hicieron ascender hasta lo más alto. Y cuando Alhaquen murió y subió al trono califal su hijo Hixam, todavía menor de edad, Abi Amir tomó las riendas del Califato. Siempre en nombre del Califa Hixam y de sus sucesores, pero pronto todos en Cordoba supieron que el auténtico amo era Abi Amir. Para cuando sus contínuas victorias sobre los revoltosos cristianos le ganaron el sobrenombre de Al'Mansur bi-Alah, el victorioso en nombre de Alah, nadie dudaba que sus herederos gobernarían en Cordoba como una dinastía de reyes.
Así lo hizo Abd al’Malik, hijo de Abi Amir Al’Mansur. Así lo hizo Amir Abdul, hijo de Abd al’Malik. Y así lo hacía ahora Abi Amir, hijo de Amir Abdul, bisnieto del gran Al’Mansur, el fundador de la dinastía. Siendo sólo un servidor del Califa, trataba con emperadores y califas de igual a igual, y algunos reyes le rendían vasallaje a él, el hâjib, como lo harían con sus sucesores.
Era improbable que algún día Yahya tuviera tal honor. Su hermano mayor Sulayman era el heredero del trono del hâjib, y ya estaba ejerciendo sus funciones y preparándose para el gobierno del Califato. El segundo hijo del hâjib era Iusuf, pero había sido designado como Qá'idun de la recién creada orden La Lanza de Al’Mansur, así que había renunciado a sus derechos sucesorios para dedicar su vida a la orden. Pero aún si le suciediera algo a Sulayman, éste ya tenía un hijo, Faisal, que heredaría su puesto, y más hijos que vendrían de sus dos esposas o de las que pudiera tomar en el futuro.
Esto no era lo que inquietaba a Yahya. No ambicionaba el poder, más bien al contrario. Sulayman sí que parecía hecho para gobernar. Sabía como tratar con la gente, y todos los que le conocían le amaban y le hubieran seguido al fin del mundo aún si no hubiera sido el hijo mayor del hâjib y heredero de Cordoba. Incluso Iusuf era más apreciado en la corte. Sin tener el carisma de Sulayman, sus dotes militares le habían granjeado admiración desde muy tierna edad, y su nueva posición al frente de la Lanza de Al’Mansur era un gran honor, un cargo de suma importancia.
Yahya, en cambio, no suscitaba la admiración ni el aprecio de nadie. Tuvo la misma educación que sus hermanos y la aprovechó bien; era inteligente y capaz, tenía buena memoria, y aún sin tener el genio de Iusuf, era un buen comandante militar. Sin embargo, aunque los hombres a su mando respetaban sus habilidades, no le admiraban como a Iusuf, o le adoraban como a Sulayman. Nadie en Qurtuba se atrevía a decir nada a la cara del hijo del hâjib, pero cuando nadie los oía, murmuraban acerca del extraño y distante príncipe que parecía vivir en otro mundo.
Eso tampoco le importaba demasiado. Yahya estaba más a gusto solo que rodeado de admiradores o seguidores. Desde pequeño había sido así. Sólo se sentía realmente a gusto con sus hermanos. Y con su madre, Maria de Montfort.
Maria llegó de la lejana Barcelona, en el norte, tierra de nazaríes. Su padre, el rey Jordi, la envió a casarse con el hijo del heredero del hâjib como muestra de buena voluntad y para cimentar las relaciones entre los reinos. Los novios tuvieron que esperar cinco años para casarse (Abi Amir tenía 11 años y Maria 10 cuando ella llegó a Cordoba) y en ese tiempo, y en el que vivió como primera esposa del hâjib y madre del heredero, Maria aprendió a aceptar y disfrutar las comodidades y refinamientos de la corte cordobesa, tan distintos de su Barcelona natal. Los palacios de Medina al’Zahira eran tan distintos del Palau Reial de su padre: amplios, luminosos, llenos de color y de la luz de Cordoba, rodeados de jardines llenos de fuentes, flores fragantes, el canto de los pájaros... a veces le parecía encontrarse en el jardín del Edén. Y sin embargo, otras veces Maria añoraba los sólidos y oscuros palacios de su niñez, los bosques de pinos de los Pirineos, el mar Mediterráneo visto desde el puerto de Barcelona. Las costumbres cordobesas eran placenteras para el cuerpo y el espíritu, pero echaba en falta los sabores de su infancia, las calles de Barcelona, el sonido de su lengua nativa. Trató de mitigar esa añoranza rodeándose de un círculo de allegados y sirvientes que le mantuvieran en contacto con lo que dejó atrás. Mantuvo su religión católica, asistiendo regularmente a servicios religiosos en una capilla construida para ella en su palacio, y atendiendo a las grandes celebraciones en la Iglesia Mayor de Qurtuba. Con el obispo de Cordoba y los clérigos locales hablaba en latín, un latín dificultoso y dubitativo, aprendido a duras penas. Pero tenía su confesor particular, un monje de Santa Maria de Ripoll que le acompañó en su viaje, con el que usaba el latín vulgar catalán, un latín corrompido pero dulcificado, que dominaba mucho más, y que usaba igualmente con sus doncellas. También con sus hijos; en sus años en Cordoba aprendió un poco de árabe, el suficiente para entenderse con su esposo y con sus sirvientes locales, pero con su familia siempre usaba el catalán; incluso el hâjib aprendió algo de esa lengua, que se parecía un poco al romance latino usado por el pueblo llano de las regiones peninslares del Califato.
Maria murió cuando Yahya tenía 12 años. A él le afectó profundamente su muerte, más que a sus hermanos. Sulayman ya era un hombre, con 17 años, y ya había ocupado su puesto de heredero. Iusuf tenía a sus amigos entre los jóvenes aprendices de la guardia. Ambos estaban más cercanos a su padre, quién veía en ellos el espíritu de la saga de Al’Mansur. Yahya era distinto. Su padre le amaba como su hijo que era, pero también él notaba esa extrañeza, esa distancia entre Yahya y el mundo, que ponía nerviosos a los que le rodeaban. A la muerte de Maria Yahya quedó más solo que nunca, con la única compañía de sus hermanos.
Al principio buscó consuelo en la religión. Como sus hermanos, había tenido una firme formación islámica. Los futuros gobernantes del Califato debían ser hombres de fe, versados en la palabra de Alah, fuente de toda sabiduría. La shari’a era parte fundamental de la ley de Cordoba, y las enseñanzas del Profeta eran la guía más valiosa para todo líder de hombres. Pero el Califato era muy grande y sus gentes muy diversas. Las había dadas al misticismo y al ascetismo, a la oración y a la meditación; también estaban aquellos que cumplían con las cinco oraciones y el ayuno del mes sagrado del Ramadán, pero no se privaban de beber los dulces frutos de la vid o de disfrutar de la música, el baile y los placeres de la carne. Alah es el creador de todas las cosas, de lo que es puro y eleva el espíritu, y también de lo que es bello y place al cuerpo.
En Cordoba vivían también numerosos cristianos y judíos. Como gente del Libro eran respetados porque adoraban al mismo único Dios, aunque lo hicieran de forma equivocada. No faltaban en la corte del hâjib los comerciantes y filósofos judíos (algunos eran las dos cosas). Yahya frecuentó su compañía y ellos compartieron con él su doctrina y su filosofía.
Más contacto aún tuvo Yahya con las creencias cristianas. Tenía prohibido participar en las ceremonias y ritos cristianos, puesto que los hijos del hâjib tenían que ser musulmanes intachables. Pero no le estaba vedado leer sus libros santos y escuchar la doctrina de sus clérigos. Maria, además, gustaba de que su confesor le leyera en voz alta pasajes del evangelio del nazareno, muchas veces cuando estaba acompañada de sus hijos. Yahya había oído tantas veces las historias sobre Isa, el que los cristianos llamaban Jesús, que podría recitarlas él mismo.
En realidad, no encontró grandes diferencias entre las enseñanzas de Mahoma o de Isa o de los grandes profetas de la antiguedad que los judíos veneraban. No entendía porqué los hombres se molestaban en acusarse los unos a los otros de infieles, cuando lo que les separaba en sus creencias era tan poco. Musulmanes piadosos y estrictos, místicos sufíes, anacoretas cristianos, cabalistas judíos... de todos aprendió Yahya. Y lo que más claramente aprendió es que todos buscaban lo mismo, aunque cada uno lo hiciera a su manera.
Su padre estuvo complacido ante las muestras de fervor de Yahya. El hâjib era un hombre de gran fe, estricto en el cumplimiento de los preceptos y las máximas del Profeta. Conocía su pueblo y sabía que no podía imponerle las estrictas costumbres que requeriría su fe tal como él la entendía. En sus tareas de gobierno se conformaba con apoyar a los mullahs defensores de la fe más estricta, y creía que la gran obra de la Gran Mezquita y el ejemplo de la Lanza de Al’Mansur irían llevando a su pueblo hacia el segimiento de los mandamientos de Allah. Pero si era flexible con sus gobernados, no lo era tanto consigo mismo y con los suyos. Sulayman, su heredero, y Iusuf, cumplían fielmente con los preceptos pero no aparentaban estar imbuidos de una gran devoción. La actitud fervorosa de Yahya le complació.
Sin embargo, la devoción de Yahya no era lo que parecía. No es que fuera fingida, pero tampoco llenaba su corazón como había esperado. Cumplía fielmente con los ritos, seguía al pie de la letra los preceptos, oraba y ayunaba cuando correspondía, pero no estaba contento consigo mismo, no sentía que eso fuera suficiente.