La Guerra de la Traición (parte I)
En el mirador de la torre del palacio real de Nalanda, un día de verano:
El Rajá Jalendry de Chandela observaba el ejército enemigo que rodeaba su capital, Nalanda. Veía a los ingenieros construyendo máquinas de guerra y a los soldados en sus campamentos alrededor de las murallas. Grandes campamentos: eran muchos. Quizás demasiados. Las murallas de Nalanda eran fuertes y su guarnición estaba bien preparada, pero los enemigos eran muchos.
Jalendry siguió observando: no fortificaban sus campamenos, ni cavaban fosos y minas. No se estaban preparando para un largo asedio. Iban a asaltar la ciudad. Quizás era mejor así. Las reservas de Nalanda eran grandes pero no inagotables: a largo plazo un asedio triunfaría con seguridad. Salvo que llegara ayuda exterior. Pero, ¿quién iba a venir a ayudarles? Los que hubieran podido hacerlo les habían traicionado, y por culpa de esa traición estaban en la situación actual.
No, mejor un asalto: si los atacantes eran derrotados, Nalanda, y Pala, se salvaría. Si no… mejor caer gloriosamente, combatiendo, que morir por hambre o enfermedades.
Jalendry siguió observando los preparativos enemigos…
En la tienda del Rajá de Rajput, en otro momento:
El Rajá Mahide de Rajput pasaba revista a sus tropas. Junto a él iba el Príncipe Gaurav, doliente de su reciente herida pero cabalgando orgullosamente erguido. Gaurav sabía hacer el papel de héroe y era muy popular entre las tropas. Popular y orgulloso. Demasiado; incluso se había atrevido a desafiar al Rajá. Aunque fuera en un tema menor, era un mal precedente. Mahide tendría que hacer algo al respecto. Pero no ahora. Las tropas adoraban a Gaurav, y era necesario mantener la moral de las tropas para el combate que se avecinaba. Había mucho en juego.
Aún así el inminente combate no era lo que más le preocupaba al Rajá. Lo que preocupaba a Mahide era la traición. Uno no se podía fiar de nadie, ni de sus generales, ni de sus aliados, ni de su misma sangre. Mahide era astuto y conocía ese peligro; lo que no sabía era si era lo bastante astuto como para evitarlo. Había tomado sus medidas, pero sólo los dioses pueden controlarlo todo.
Acabada la revista el Rajá volvió a su tienda. Allí le esperaba un mensajero con un despacho urgente. El Rajá lo leyó y su cara cambió. Enrojeció de cólera, y con un grito de rabia sacó su espada y atravesó al infeliz mensajero. Los otros oficiales salieron rápidamente de la tienda para evitar la furia del Rajá. Desde fuera oyeron como Mahide gritaba una y otra vez: “¡Traición!”
En el mirador de la torre del palacio real de Nalanda, en otro momento :
El Príncipe Jiduri de Assam observaba al enemigo que rodeaba su capital, Tamaralpiti. Junto a él estaba el joven Rajá Ganedra. Jiduri también observaba de reojo al Rajá. Un mal reinado el suyo. Primero llegaron las noticias de la muerte de su padre, el Rajá Yabedra, cuando Ganedra era todavía muy joven para reinar. Y luego, en lugar de preparar un desfile para recibir a un ejército victorioso que vuelve de conquistar tierras enemigas, tuvo que preparar la defensa desesperada de sus propias tierras, de su propia capital. De su propia vida. Todo por culpa de una vil traición.
El Príncipe se preguntaba si el joven Rajá llegaría a superar estas dificultades y si en el futuro sería un buen Rajá. Si es que sobrevivía a la batalla, claro.
El Rajá Jalendry de Pala era un hombre desconfiado. Tenía motivos para ello. Su reino había sido invadido dos veces, desde el sur y desde el oeste. Había sobrevivido a las invasiones, pero Maghada todavía estaba ocupada por Assam, y sus vecinos seguían siendo más poderosos que Pala. El Rajá no se podía permitir ser confiado.
Por eso cuando recibió el mensaje de Assam ofreciendole la paz, desconfió. Pero no podía permitirse un rechazo frontal, así que negoció, y al mismo tiempo habló con sus otros vecinos. Y cuando los negociadores de Assam aceptaron un trato rápidamente, desconfió, pero lo aceptó. Y cuando sus vecinos no aceptaron sus tratos, desconfió, pero nada dijo. Así que al fin dio órdenes de que guiaran a los emisarios de Assam cuando volvieran para pagar lo prometido y firmar el pacto de paz, pero también las dio para que construyeran fuertes en sus regiones y se reclutaran guarniciones para sus ciudades. Se preparó para la paz, casándose para proporcionar un heredero al Rajputado. Pero también para la guerra, poniendo a sus tropas y a sus espías en alerta. El Rajá Jalendry ciertamente era un hombre desconfiado. Los hechos le iban a dar la razón.
El Rajá Mahide de Rajput era un hombre desconfiado. Quería asegurarse de que todo estaba listo. La actividad en Naghpur, la capital de Rajput, era frenética. Cientos de hombres habían sido reclutados para los nuevos cuerpos de caballería pesada de élite del ejército del Rajputado y había que equiparles y entrenarles. Y pagarles. La inversión era importante, así que se suspendieron las obras de construcción del Gran Templo de Shiva cercano a Benares. Todos los esfuerzos de Rajput iban hacia aumentar su poder militar. El Rajá Mahide tenía un objetivo claro.
Todos los adivinos y santones de palacio habían sido consultados y sus dictámenes coincidían: los dioses eran favorables a los planes del Rajá. El éxito le acompañaría. Grande sería su gloria. Mahide no se cansaba de recibir augurios favorables. Así, antes de dar el paso definitivo viajó por los principales centros espirituales de Naghpur y Jinjhoti. Los dioses seguían siendo unánimemente propicios, así que Mahide volvió hacia su palacio complacido. Por el camino pasó junto a la casa de una bruja que los pueblerinos consideraban como una adivina infalible. Mahide quiso oir un vaticinio de gloria más y acudió a consultarla. La bruja hizo sus ritos, entró en trance, y empezó a hablar con una voz extraña, tenebrosa, de otro mundo:
“Mahide”, dijo, “Gran Rajá de Rajput. Te crees un gran hombre, con grandes proyectos, con un gran futuro. Crees que puedes hacer grandes cosas. Es cierto, pondrás en marcha grandes planes.“
El Rajá sonreía satisfecho: los espíritus reconocían su grandeza.
“Pero no vivirás para verlos concluidos. Eso es así.”, continuó la bruja. Y con un estremecimiento salió del trance y cayó desvanecida al suelo.
El Rajá se levantó de golpe. Ordenó a su escolta: “Es una vieja loca. Quemadla a ella y a su cabaña para que no siga confundiendo a los crédulos campesinos con sus desvaríos.” Y se marchó sin mirar atrás.
El Rajá Yabedra de Assam era un hombre desconfiado. No confiaba ni en los dioses ni en los hombres. Para evitar dejar nada a manos de los dioses ordenó grandes reclutamientos de caballería pesada de élite para reforzar su ya poderoso ejército, buscó aliados que aumentaran su ya grande superioridad militar y preparó un elaborado plan para el ataque. Para evitar dejar nada en manos de los hombres hubiera deseado llevar él mismo el mando de las tropas, pero sabía que su habilidad militar era limitada, así que formó un ejército en el que irían dos generales y él mismo mandando la reserva para controlarlos, y además ordenó a sus espías que vigilaran de cerca al General Tahudi, que iba a ser el comandante al mando.
Y sin embargo, a veces toda desconfianza es poca. El General Tahudi murió en su cama en marzo de 1110 de una indigestión tras una cena de gala, pocos días antes de que se iniciara la campaña. El mando pasó al segundo comandante, el joven General Bramatarpo; los espías del Rajá se apresuraron a buscar informes sobre este casi desconocido.
Pero este inconveniente no iba a detener los planes del Rajá. En abril de 1110 el gran ejército inició su marcha hacia la frontera con Rajput, Yabedra y sus hombres seguros de su victoria.