EL TRATADO QUE CAMBIÓ MI VIDA
(UN QUEJÓN CON SUERTE)
El niño de 12 años se acerca a su mama, que se encuentra sentada en el sillón del balcón del segundo piso de la casa, viendo la gente pasar por la calle de uno de los barrios más ricos de la bulliciosa ciudad.
-Mami, quiero hacerte una pregunta.
-Dime Élmmor. -Responde con cariño su madre.
-El abuelo siempre contaba la historia de su cicatriz en la frente, y le gustaba alardear de sus aventuras. Pero el siempre cambiaba algo en la historia. Yo sé que todos querían mucho al abuelo, pero ¿era realmente cierto lo que decía?
La madre sonríe tiernamente y le dice:
-Tú te llamas como él, porque en efecto todos lo queríamos mucho, y también lo respetábamos mucho. Tu abuelo fue muy especial. El escudo heráldico que tiene nuestra familia se lo debemos a él, y fue el mismo Emperador de su tiempo quien se lo otorgó. Mientras la señora decía esto, señalaba la parte de arriba de la entrada al balcón.
El niño miró hacia la pared exterior de la casa, un tallado en piedra donde se encontraba esculpido, en grande, el escudo familiar. Uno de los más exóticos de todas las familias de Adkýndya. En él, se veía un caballo dando una patada con sus extremidades traseras. De fondo, y por detrás de esta figura, una espada vertical que iba de extremo a extremo del escudo. Éste poseía sus bordes adornados con líneas, que formaban una figura simétrica que se iba repitiendo; y estaba coronado por una estrella. De la cima del escudo caían 3 adornos. Los de los extremos eran iguales; y todos parecían algo raro, como amuletos. De la parte inferior del escudo caía un collar con colmillos.
El niño respondió:
-Eso lo sé. Jamás he entendido bien nuestro escudo. ¿Pero todo lo que decía es verdad? Porque a veces, cambiaba los detalles de la historia. Mis amigos piensan que mi abuelo estaba loco, e inventaba todo eso para vanagloriarse ante nosotros.
El tono en que terminó diciendo la frase evidenciaba claramente que le afectaba el hecho.
-No le hagas caso a lo que piensen tus amigos. Ellos no saben nada de la vida. Debes comprender, que cuando tu abuelo te las contaba ya estaba muy viejo, y la memoria ya no es la misma a esa edad. Los recuerdos se confunden. Además, las aventuras de tu abuelo sucedieron hace mucho tiempo. Un tiempo que no era de tranquilidad como los de ahora. Un tiempo convulsionado, y lleno de peligros que lo marcaron mucho.
La madre hizo una pausa, y añadió:
-Yo creo que ya es hora de que heredes algo que tu padre quiere darte.
Al niño se le abrieron los ojos.
-¿Heredar algo? ¿De mi abuelo? -Preguntó.
-En efecto -asintió la madre, mientras se levantaba-. Espérame aquí y ve trayendo una silla para el balcón.
Mientras el niño se traía una silla, la abuela regresó con un libro, y le dijo:
Es a tu padre a quien le corresponde hacer esto, pero él no regresará de la misión que le encomendó el Emperador hasta en unas dos semanas, por lo menos. Y no sólo creo que estás listo para leer esto, sino que también lo necesitas.
El niño recibe un libro forrado en cuero de una piel extraña, que después se enteró era de lobo. Tenía labrada la frase “El Viaje de un Diplomático”, y poseía un seguro que lo mantenía sellado.
El niño miró a su madre con emoción. Ella asintió con la cabeza y con la mano le hizo un gesto para que lo abriera, mientras le decía:
-Ahí está la verdadera historia, de la aventura de la cicatriz de tu abuelo.
Con cuidado el niño ve la primera página que decía:
Diario de un Diplomático
El viaje a Oryenya Gryng
Por Élmmor Karmalét de Ádky
Embajador de su excelentísimo Emperador Draýzmann I de Adkýndya
El escudo familiar se encontraba dibujado en la parte inferior de la hoja.
Se acomoda en la silla, y pasa la página comenzando a leer.
Me encontraba aguardando en la sala de espera, que antepone al despacho del Emperador. Para tratar de sofocar mi nerviosismo, que me tenía un poco sudoroso, intentaba concentrarme en el decorado que la adornaba. Nunca había tenido oportunidad de adentrarme hasta aquí, a pesar de mis años trabajando en el Ministerio de las Relaciones.
La sala era bastante acogedora. Como lo es gran parte del palacio. No estaba excesivamente cargada de decorados; pero tampoco escuetamente adornada. Se notaba que el Imperio, poco a poco, había estado creciendo y mejorando. Esta ala de la edificación era más nueva que el resto, y presentaba unas líneas arquitectónicas más sofisticadas.
La combinación de piedras y maderas, incluyendo una pequeña cantidad de las mismas de tipo y origen exótico, le daban una elegancia distintiva. Los adornos que más destacaban eran los dos largos estandartes de tela muy fina, que se encontraban en las paredes laterales, cercanas a la pared del fondo. Donde un gran arco, con algunos adornos de figuras simétricas que se repetían en toda su longitud, le daba soporte a una pesada, pero hermosa puerta de madera madura y oscura, tallada, adornada, y reforzada con hierro.
Pensé para mis adentros, que estos estandartes de vivos colores, que atrapaban la vista sin poder evitarse, de quienes, en los cómodos sillones esperaban a que el Emperador los atendiera, hubiesen quedado mejor si estuviesen ubicados justo a cada lado del arco, que es el umbral al despacho de la persona más poderosa de toda nación. Pensé yo, que hubiese sido una posición más natural.
Pero claro, entiendo el por qué no fueron colocados ahí; pues en esa ubicación es donde están situados los dos imponentes guerreros de la Guardia Imperial. Ellos, aparte de su función de protección, también forman parte de la decoración. No me había dado cuenta nunca que hasta sus uniformes de vistosos colores, armonizan con el decorado.
Ya llevo un rato aquí, y aún no hay ningún indicio de cuándo seré recibido. Siempre me he preguntado si el hecho de que nunca te atienden inmediatamente las personas importantes, y las que se creen importantes, será a propósito para ir poniendo nervioso al que espera.
Vaya que escogen bien a estos hombres de la guardia; seguí pensando. Casi parecen estatuas de piedra. Cuerpos perfectos; mucho más altos y corpulentos de lo que es normal ver. ¿Realmente serán tan buenos, como aparentan, usando esas extrañas lanzas de cuchillas extravagantes en todas direcciones? La puerta de entrada, a esta pequeña sala, es bastante estrecha y extrañamente baja. Estos dos hombres se ven perfectamente capaces de ser un verdadero obstáculo para cualquiera que intente entrar por ese pequeño acceso.
En estos momentos mi esposa debe estar empacando todos sus bienes. Vaya, cuantas cajas y bultos armará. Sigo creyendo que es mala costumbre que siempre se precipite tanto. Yo comprendo que le ha haya dado mucha emoción el rumor de que me ascenderían dándome el encargo de una embajada; pero yo nunca he podido hacerle entender, que mi experiencia me ha enseñado que uno no se puede fiar para nada en los rumores. Claro, que el solo hecho de que el Emperador me haya llamado, indica algo importante. ¡Y es todo un honor! Lo que no quiere decir, que sea necesariamente bueno el motivo para el que me citan. Y me sigue pareciendo muy raro que si fuera verdad, que me van a dar una embajada, no me vaya a entrevistar el Ministro de Relaciones, como es la costumbre. Yo creo que esto es lo que me tiene nervioso.
Aunque si resulta verdad, sería por fin mi recompensa. Bien merecida me la tengo.
Por fin la puerta se abrió y apareció el Emperador. Hombre alto y bien formado; pero con cara que delataba cansancio. Ricamente vestido; aunque menos opulento que otros ministros que he visto. Tal vez él considere que está informal. Enseguida me puse de pie. Ante la dignidad de alguien que tiene el poder de mandar que te corten la cabeza, es mejor velar por los formalismos correctos. Me miró con detenimiento, y me preguntó si yo era Élmmor. Al asentir me hizo seña de que pasara y entró.
El despacho de trabajo privado era bastante más grande que la sala de espera donde me encontraba. Aunque rápidamente vi algunos lujos, en mayor cantidad que donde estuve esperando; tampoco era sobrecargado. Extrañamente se encontraba vacío el escritorio de su secretario personal.
El Emperador se sentó detrás de una gran, fuerte y bellamente decorada mesa; y me invitó a hacer lo mismo en uno de los asientos enfrente de ella, que hacían juego con la misma. Me senté, pero sentí como un frío por dentro. Algo me decía que no me iban a decir la buena noticia que esperaba escuchar. Destacaba en la mesa un gran mapa que se encontraba sujeto en cada esquina por varios objetos, entre los que destacaban el sello real y el tintero, para evitar la tendencia a enrollarse que teníen este tipo de pergaminos. No pude reconocer las formas que pude ver en el mapa, en los breves instantes mientras me sentaba.
El Emperador me dijo:
-Élmmor, Usted ha sido seleccionado para cumplir una importante tarea. El Ministro de las Relaciones lo ha recomendado personalmente, y se le ha dado la oportunidad de tener la dignidad de embajador de nuestra nación ante otro país.
Me pareció extraño que el actual Ministro de Relaciones me recomendara. No éramos precisamente amigos. Yo sabía que le gustaba mi esposa, y realmente no nos soportábamos. El anterior ministro sí era un buen hombre; pero había caído en desgracia, despedido, y la mitad de sus bienes confiscados. Y se podría decir que tuvo suerte.
Pero en fin, seguí pensando, era cierto el rumor que me habían dicho, y que tanto había emocionado a mi esposa. Por fin podría confirmarle la buena noticia que tanto tiempo ella estaba esperando. Me darían una embajada, y sólo una embajada podía ser esa: la del Reino de Enya Dupla. Todo indicaba que sería un mejor trabajo, y por fin mi esposa y yo conoceríamos un poco de mundo. Se decía que en este reino se vivía muy placenteramente; aún los extranjeros. Aunque en realidad me preocupaba un poco el asunto idiomático, pero se decía que eran excelentes dominando muchas lenguas, incluyendo la nuestra.
El Emperador continuaba hablando:
-Debe partir mañana mismo a la República de Oryenya Gryng.
Esto me cayó como una lluvia congelada, y evidentemente mi sorpresa se reflejó en mi cara, por la manera en como me miró el Emperador. República de Oryenya Gryng ¿Cuál era esa? ¿Dónde carrizo quedaba?
-Veo que le ha sorprendido su destino. -Dijo el Emperador.
-Pues realmente sí. Esperaba la embajada en el reino Enya. -Le respondí.
-Lo sé –respondió el Emperador-. Originalmente éste iba a ser su destino, pero otros acontecimientos más importantes surgieron de improvisto. Hemos tenido que reestructurar todas las órdenes rápidamente, y reasignar al personal. Requerimos entablar una embajada lo antes posible con esa República, y firmar un importantísimo tratado. Como le dije, debe salir mañana temprano, y sólo. –Reafirmó.
-¡Sólo! –Exclamé- ¿Acaso mi familia no viene conmigo, como es costumbre de todo embajador?
-Más adelante será. En estos momentos es demasiado peligroso, y debe viajar ligero, con rapidez y mucho sigilo. La República queda bastante distanciada, y apenas hemos obtenido los primeros mapas, donde ya se develan algunas dificultades. Usted tendrá que abrir camino. ¿Entiende lo importante de su misión?
Lo que realmente pensé es que entendía que el Ministro de Relaciones me había jugado sucio. Claro que entendía que mi esposa se quedaría sola por meses, en el mejor de los casos. Pero volviendo al despacho le respondí al Emperador:
-Creo. ¿De que trata el tratado y cómo llego hasta allá?
El Emperador extrajo de una gaveta, de un pequeño mueble cercano de su lado de la mesa, un pergamino cuidadosamente protegido, y con los sellos oficiales. Yo reconocía ese procedimiento. Eso implicaba que era un tratado de suma importancia. El Emperador me dijo:
-Aquí puede estar el futuro del Imperio. Es un importante tratado con la República de Oryenya Gryng. Una nación humana.
No necesitaba ser un gran estadista para entender. En un mundo tan peligroso como éste, lleno de todo tipo de razas belicosas, lograr hacer contacto con otra civilización de tu misma raza era sumamente importante. Este contacto no tenía precedente en nuestra historia, y sobre él debía haber mucha esperanza en el Gobierno.
El Emperador había hecho una pausa como para darme tiempo de asimilarlo, mientras me entregaba el documento y su respectivo forro de protección, que tras mi breve vistazo sería cerrado con el sello imperial y los precintos de seguridad.
El tratado era breve, pero conciso. Realmente sentí la importancia de que ese documento llegara a su destinatario, a tiempo.
Cuando miré al Emperador para preguntar dónde se encontraba la, para mi desconocida, República, de la cuál jamás había oído hablar, él, que estaba observándome como esperando la pregunta, se adelantó diciendo:
-Esto es lo que nuestros mejores maestros en mapas han realizado. Han reunido a escala toda la información que hemos logrado averiguar, más la obtenida en negociaciones secretas. Como verá, no es mucho; pero es lo mejor que tenemos hasta ahora. Nosotros estamos aquí.
El Emperador, observando el mapa, apuntaba con su dedo una ciudad que no poseía ningún nombre roturado; pero que podía identificar perfectamente, por la geografía circundante dibujada en él. Estaba muy cerca del borde izquierdo de éste.
El Emperador continuó diciendo:
-Como se debe haber dado cuenta, ninguna región ha sido rotulada con sus nombres. Por lo menos los nombres que conocemos. Esto se ha hecho así por razones de seguridad. Si el mapa cae en manos equivocadas, deseamos no facilitarles en demasía la tarea.
En eso me miró fijamente a mis ojos. Yo estaba observando el mapa, pero la intensidad de su mirada fue tal que sentí la necesidad de levantar la mía hacia a él, y cuando se encontraron, quede preso de su poder. Con una voz llena de autoridad dirigida hacia mí, pero que en el fondo también me dio la impresión que iba dirigida a los dioses, dijo:
-Por ninguna razón este mapa, ni el tratado, deben caer en otras manos. El tratado se lo entregará directamente al arcón Georr. A nadie más. El mapa es sólo para Usted, que deberá completarlo lo mejor posible, con la experiencia que tenga en el trayecto.
Sólo pude asentir, y un largo escalofrío recorrió todo mi espinazo.
La intensidad del momento bajó, y el Emperador cambió su mirada nuevamente al mapa. Señaló con el dedo el borde contrario, diciendo:
-Es aquí a donde Usted debe llegar, lo antes posible.
Mi sorpresa fue total. Era un trayecto sumamente largo, en tierras de las cuales no sabíamos nada. En mi desesperación, comencé a seguir los diversos territorios que debía atravesar, y para nada me gustó lo que veía.
El Emperador nuevamente erguido, se separó un poco del escritorio, como dejándome el dominio entero del mapa, para que pudiera entender mejor la magnitud de mi empresa.
Tras lo que a mí me pareció una eternidad, pero que seguramente fueron unos breves momentos, donde veía el mapa sin que mi mente realmente lograra aceptar la locura que me estaban ordenando, el Emperador dijo:
-Sé perfectamente que no es nada fácil lo que se le está pidiendo. Más, si venía con la esperanza de ir de embajador en la confortable y segura ciudad del Reino de Enya Dupla. Pero el futuro del Imperio está sobre sus espaldas. Sé perfectamente que Usted lo comprende bien, y también sé que posee las capacidades necesarias para realizar esta importante misión. Como recompensa quedará de Embajador en esta nación humana, que le será más familiar que ese reino; y su familia lo podrá alcanzar cuando la ruta haya sido explorada y establecida.
Yo siempre he sido un hombre promedio, amante de las historias de aventuras y de conocer mundo; pero que jamás emprendería por mi propia iniciativa una aventura de tal magnitud. Maldito ministro, fue lo que murmuré desde la más profunda sinceridad de mi alma. El Emperador no dijo nada, pero yo creo que sí me escuchó.
Iba a decirle que por qué no le daba tan delicada misión a una persona más capaz que yo, pero antes de que pudiera decir algo, y a mitad de mi gesto corporal, el Emperador se me volvió a adelantar colocándose delante de mí, y me extendió un forro para proteger el mapa.
Era un forro de cuero especialmente tratado, como el que se usa para preservar los pergaminos muy importantes, como el del tratado que también llevaría. Pero no poseía ni marcas distintivas, ni los acostumbrados precintos de seguridad que lo sellaran. Indudablemente porque estaría en la necesidad de consultarlo muchas veces en mi trayecto.
Después de agarrarlo me volvió a extender la mano, esta vez abierta en señal de saludo. Esto me sorprendió, pues no es costumbre que un emperador, ni tampoco miembros importantes del gobierno, hagan esto con un simple empleado. ¡Ah! Se me olvida que ahora era oficialmente Embajador. Le extendí la mía con resignación, y nos la apretamos con fuerza. Por un lado este acto me alegró, y sentí que el Emperador me transmitía todos sus buenos deseos y protección. Por otro, me pareció como la despedida que se hace para quien no se va a volver a ver, y un ligero temblor se apoderó de la boca de mi estómago.
Enrollé el mapa, y lo guarde en su respetivo forro. Al tomar también el tratado, me di cuenta que habían sido diseñados para ser llevados por debajo de la ropa; como es costumbre en operaciones secretas. Salí sin voltear del despacho, sabiendo que mi vida realmente no volvería a ser la misma.
Siempre me quejé de que los embajadores tenían una vida opulenta y fácil, pues eran sus empleados quienes llevaban la carga de tanto trámite burocrático; pero ahora comenzaba a comprender lo que podía implicar la responsabilidad de ser un embajador.
El resto del día se me fue rápidamente en preparativos. Se me dio dinero, bagajes varios y salvoconductos; además de una espada para autodefensa, que yo no sabía casi usar. También uno de los mejores caballos de la nación. Era de la raza celariana, que usaban los mensajeros especiales del Imperio para los grandes viajes. Caballos criados y entrenados para tener una notable resistencia a largos trayectos. Era una hermosa y gran yegua, dominada por un atractivo marrón con manchas blancas.
Como era de esperar, mi esposa se molestó mucho, y más porque no le podía explicar la verdad del motivo de mi viaje. De nada sirvió mi alegato de que si cumplía bien mi misión, tendríamos una embajada mejor aún de la que creíamos. Gritaba barbaridades, y después me quitó el habla. Realmente no fue la despedida ideal.
Al día siguiente, en la madrugada, partía sobre mi caballo. Aunque esta hermosa ciudad sea la capital de un Imperio en franco progreso, aún no había casi ninguna alma en las calles. El Sol aún no terminaba de renacer en el horizonte, y la luna alumbraba las amplias calles principales. Yo me mantenía transitando lo más posible entre las sombras. Aunque no se creía que hubiese espías, no quería tomar riesgos.
Pasé enfrente del recién acabado Teatro Imperial, con su exquisita fachada adornada. Me perderé su pronta inauguración; pensé con tristeza. La ciudad pareciera tener formas muy distintas a estas horas -observé. Las sombras, asistidas por una ligera, pero caprichosa neblina, transformaban por completo las líneas que dominan en la luz.
Llegue a la entrada en la muralla de la ciudad. Enseguida fui interceptado por los guardias, que les pareció muy extraño que alguien tratara de salir a estas horas. El salvoconducto hace su trabajo, y tomo mi camino. Aún hace bastante frío.
Tras un rato de camino, llegué hasta una pequeña villa, dominada por una famosa posada, y la encrucijada de los destinos. Los viajeros normalmente reposan aquí cuando llegan de noche, para entrar a la ciudad al amanecer. Dirigiéndome a mi caballo, del cual me dijeron que se llamaba Constantino, le dije:
-Bueno amigo Constantino, no sé por qué te pusieron ese nombre, que tú me irás a perdonar, es bastante ridículo. Además, eres una yegua, y te ponen un nombre masculino. Quien te bautizó no debía saber nada de caballos. -Ella relincho, tal vez protestando.
-Bueno, vayamos a lo nuestro ¿Cuál camino crees que debemos tomar para llegar pronto y bien a nuestro destino? ¿El del Sur rumbo a Esme? ¿El del Este rumbo al Valle de los Lobos? ¿O el del Norte rumbo a Noldilla?
Para mi sorpresa, el caballo comenzó a andar solo hacia el camino del Norte.
-Ya veo -le dije-, no te gustó la idea del Valle de los Lobos. Aunque es el camino más corto, no te culpo por no agradarte ese nombre. Te haré caso. Vamos pues a la Ciudad Diplomática.
Tras algunos días de tranquilo viaje, aunque poco cómodo, pasando las noches en posadas, entramos al gran Bosque de los Enanos, lo que evidenciaba que ya estábamos en la provincia de Nol. Ya me había acostumbrado a hablarle a mi caballo, el cual parecía muy inteligente, y era mejor escucha que mi esposa. Aunque paradójicamente, era de ella de quien le hablaba.
Atravesando el bosque, le dije:
-¿Sabes por qué a este hermoso bosque le llaman el “Bosque de los Enanos”? La ciudad de Noldilla se construyó hace ya muchos ciclos, sobre las ruinas de una muy antigua ciudad que encontramos. Se cree que era de origen enano, y quien sabe en qué época debieron vivir en esta zona, y cuál habrá sido su destino en la trágica hecatombe que acabó con las eras pasadas. A esta ciudad, sus pobladores, le han puesto recientemente el sobrenombre de la Ciudad Diplomática. No sólo por lo amigable de sus habitantes, y la tranquilidad de su estilo de vida; sino porque en ella se han reunido embajadores de otras naciones. Que por cierto, unos más extraños que otros. Si yo mismo no hubiese leído los informes que indicaban los contactos que hemos tenido con ellos, seguiría sin creer que existen. Realmente la noticia de que hayamos encontrado otra nación humana es todo un alivio.
Transitando por amplios caminos, aunque aún rústicos, abiertos en el bosque por el continuo uso; por fin alcanzamos la ciudad de Noldilla. Pasamos por la puerta entre su muralla, en la cual se veía los preparativos de nuevas construcciones. Se estaban acumulando piedras y otros materiales. Me llamó la atención que la imponente torre de vigía se encontraba muy alerta.
Vaya; algo pasa. Esta ciudad es muy tranquila, y se encuentra en una zona considerada segura. ¿Por qué estarán tan alertas? Pero mi caballo no me respondió nada, como de costumbre. Y menos mal, o me hubiese muerto del susto; pienso ahora. Tal vez haya un aumento en la seguridad debido a la reunión de diversos embajadores, que se prevé pronto se realizará aquí.
Nos dimos un breve, pero merecido descanso; ¡y cómodo!, por primera vez desde que salimos de la ciudad. Como en todas las noches anteriores, pensaba en mi esposa antes de quedarme dormido.
Antes de recomenzar el viaje, pude ver el sitio donde se hacían los preparativos para construir una gran plaza conmemorativa. La gente estaba emocionada con el proyecto. Se decía que reformaría y embellecería mucho la ciudad. Aunque algunas personas comentaban que alrededor de la plaza surgiría un barrio diplomático, donde se ubicarían diversos representantes de otras naciones de razas extrañas; y a muchas personas lo extraño le parece peligroso. Decían que la ciudad dejaría su tranquilidad, para convertirse en una ciudad de locos, llena de excentricidades, como algunos clasificaban a la capital del Imperio. Yo creo que exageran.
Emprendimos de nuevo nuestro camino. Nuevamente había dos posibilidades.
-Bueno Constantino ¿y ahora? ¿Nos vamos por allá, y pasamos por las faldas de la bellas Montañas del Dragón? ¿O nos vamos por allá, rumbo a Ashly?
Constantino no pareció dudar y tomó rumbo SE; hacia las bellas praderas de Ashly.
-Como que eres medio asustadizo ¿No, Constantino? ¿Te dan miedos los dragones? -le pregunté, un poco burlonamente-. Esas son historias de viejos. Si realmente existieron, ya no debe quedar ninguno por ahí -le reproché. Realmente me hubiese gustado ver las Montañas del Dragón, pues las describen como muy hermosas; pero debía admitir, que ese no parecía el camino más corto.
El viaje fue tranquilo; pero ya me molestaba que las posadas fueran cada vez más distantes y de peor calidad, teniendo que pasar algunas de las noches en la intemperie. Por supuesto, esto no era para nada de mi satisfacción, siendo un hombre de ciudad. Aunque Constantino no parecía extrañar los cómodos establos; aunque quien sabe como razona una yegua.
En el trayecto, varías veces nos tropezamos con mensajeros imperiales, que corrían a toda velocidad en una u otra dirección. También rebasamos a algunos grupos de trabajadores, que se dirigían lentamente hacia el interior del territorio, con gran cantidad de material de construcción. ¿Qué será lo que irán a construir? Pero Constantino tampoco sabía.
Ya adentrados en la provincia, fuimos interceptados por hombres de uno de nuestros ejércitos, pidiéndome que me identificara. Al ver que era un funcionario del gobierno en misión especial, el pequeño oficial no tuvo objeción en responder a mis preguntas.
Me contó que más al SE. se estaba comenzando importantes construcciones, por lo que el acceso estaba cerrado a sólo el personal implicado. También me comentó que había una nueva movilización de los diversos ejércitos. De los que implicaban a esta zona, el 2do Ejército, al que ellos pertenecían, se dirigía hacia la Marca Sur; mientras que serían reemplazados por el famoso 1er. Ejército.
Esto me sorprendió, pues era otro indicio de que se consideraba que había una amenaza; tal vez del Este. Pero el oficial no sabía nada de ello: lo que no me extrañó. No tenía suficiente rango para saber algo, que tal vez, sólo era una medida de precaución, o aún era secreto.
Continué mi camino rumbo al Este. Ya no le hablaba a Constantino tanto de mi esposa, ni de sus buenas cualidades, o de sus peculiaridades que afectaban la relación. Ahora dominaba los temas, lo referente a mi trabajo, y las diversas personalidades que había en el Ministerio de las Relaciones, intercalando mis quejas por las incomodidades. No estaba acostumbrado a cabalgar tanto, y ya mis posaderas se estaban resintiendo. Como extrañaba mí aburrida vida. Aburrida, pero cómoda. Esta era aburrida e incómoda.
Tras algunas jornadas más, ya había llegado al límite del territorio que se conocía bien. Era hora de estudiar nuevamente el mapa, y elegir la mejor ruta. Ya casi caía la noche, así que acampé.
El Mapa era claro, había que continuar atravesando la gran pradera de Ádkyndorr, hasta encontrarse con este gran río; el cual, y según el mapa, sólo tenía un paso por donde cruzarse. En ese momento, me fijé que existía una pequeña leyenda en la zona. ¡Por todos los dioses!, fue cuando me di cuenta de cual era el peligro por el que se estaban tomando precauciones. Una posible horda de Orcos se creía en el lugar. Zona por la cual debía atravesar. No había remedio. Por más que estudiaba el mapa, no había ruta alternativa conocida; y yo no tenía tiempo de explorar una nueva ruta.
Pero el mapa dibujaba una parte del río más delgada, aunque no indicaba que hubiese paso por ahí. ¿Sería un error de dibujo y escala? Estaba más al Norte del vado señalado, así que podría valer la pena el averiguar si era posible cruzarlo, aumentando mis posibilidades de esquivar la presunta horda.
Por ahora no había peligro. Tenía que elegir la ruta por donde acercarme a esa región; pues, desde donde me encontraba, podía tomar en dirección NE o SE. Comenzaba a llover; así que decidí escoger mañana en la mañana, y me recosté en mi improvisado refugio debajo de un gigantesco roble. Antes de dejarme vencer por el cansancio, elevé algunas oraciones a los dioses, y pensé:
-¿Qué estará haciendo mi esposa ahora? O ¿con quién?
En la mañana siguiente, bien temprano, le consulté a Constantino, como en las veces anteriores. Incluso le mostré el mapa y le explique. Yo creo que ya el largo viaje me estaba afectando. Ahora pienso en esto, y me veo a mi mismo como un espectador, y me da risa; pero en el momento le hablaba bien en serio.
El caballo pareció mirar el mapa y escuchar mi explicación. Luego se apartó un poco y se puso a pastar. Así que me reí de mi propia locura de mostrarle el mapa al caballo, y decidí seguir su ejemplo, y desayunar algo. Igualmente Constantino no me dio mucho tiempo para comer; al poco rato comenzó a caminar hacia el NE. Hasta ahora te he seguido en los caminos que has tomado ¿por qué no hacerte caso ahora? Pensé. Así que recogí rápidamente y lo alcancé, me monté sobre él y continuamos el viaje.
La pradera era hermosa, llena de colores y de vida; y ya me estaba gustando observar detalladamente el paisaje, y descubrir las múltiples y sorprendentes maravillas, en que los dioses se entretenían creando. A medida que las jornadas se sucedían, la pradera iba tomando una sutil atmósfera que lo inundaba todo, y muy difícil de describir. Algo mágico. Incluso hasta la incomodidad de vivir a campo libre, y que las provisiones estaban comenzando a acabarse, se me estaban olvidando.
Al principio, ésta atmósfera me tenía imbuido; pero después desperté. El mapa indicaba que había manifestaciones arcanas en cierta zona. Ya había recorrido suficiente camino, como para estar cerca de ella. Yo había escuchado muchas veces de supuestos peligros, de acercarse a un nodo arcano sin el entrenamiento adecuado de un mago; pero mi curiosidad por todo lo mágico era más fuerte que mi precaución. Y hacia allá me dirigí.
A medida que me iba acercando al nodo arcano, las manifestaciones de fuerzas mágicas se comenzaron a presentar con mayor frecuencia. Algunas eran extrañas, otras maravillosas, y algunas terroríficas; pero hasta ahora, todas de muy breve duración. A Constantino ya no le estaba gustando la cosa, y se estaba poniendo cada vez más nervioso. Quería cambiar de dirección; pero yo no lo dejé.
Continué, como lo que me imagino debe ser algo parecido a ese cuento de los marinos, y la atracción irresistible de las sirenas.
Ya presentía que estaba muy cerca del lugar, cuando de repente avistamos una especie de chorro de energía azul claro, que comenzó a salir de la tierra hacia el cielo, con mucha fuerza. La escena era hermosa y cautivadora; pero Constantino comenzó a retroceder. Debo confesar que a mi me dio rabia su cobardía, y me bajé, y lentamente comencé a acercarme; imprudentemente.
Al chorro de energía se le sumaron otros más delgados que subían también, pero haciendo una irregular espiral alrededor del principal. Estos también eran de un azul claro, pero con betas blancas muy brillantes.
Completamente absorto seguí acercándome. No sé si fue mi cercana presencia quien desató la locura subsiguiente, o si igualmente hubiese sucedido; pero se desató una terrorífica tormenta de rayos de energía hacia todos lados. Rayos que pulverizaban rocas y chamuscaban árboles. Mientras que unos rayos salían del chorro principal, otros parecían tener una esquizofrénica danza a su alrededor.
Ante este espectáculo, y dos rayos que ya me habían pasado demasiado cerca, chamuscándome uno de ellos parte de mi cabello, me volvió mi conciencia, y me alejé corriendo. Constantino había sido mucho más inteligente que yo, y ya se había alejado. Los rayos parecían perseguirme, y corrí por mucho tiempo hasta que me sentí por completo seguro, y quedar exhausto.
Pero para mi desgracia, tan llamativo espectáculo atrajo la atención de muchas criaturas, entre ellas una patrulla de la horda de bárbaros Orcos. Justo lo que había querido evitar fue lo que atraje con mi irresponsable actuar. Al torpe le suceden las dificultades debido a su propio proceder. Ahora me encontraba amordazado, rumbo al campamento orco para convertirme en su cena.
Estaba completamente asombrado. Nunca los había visto, y en el fondo siempre pensé que eran mentira. Eran más feos en persona, que lo que describían las leyendas. Incluso, yo era uno de los privilegiados que había logrado ver algunas ilustraciones muy antiguas, debido a un importante hallazgo, ocurrido hace algunos ciclos. Y aún así, me sorprendí; y puedo dar fe de que se quedaban cortas.
Yo, un tipo de ciudad, que se había estado quejando de las incomodidades de realizar un largo viaje a campo traviesa, ahora si que me encontraba en reales problemas. Estaba amordazado, caminando, casi trotando, jalado por una cuerda que me tiraba; sujetada por un orco grande, feo y especialmente de nauseabundo olor; montado sobre un horrible animal, al que ellos llaman Lobo de Guerra (en lo personal, a mi me parece más una hiena gigante cruzada con jabalí salvaje). Mis sandalias ya están rotas por el maltrato, y ya comenzaron a sangrarme los pies. El dolor está dominando mis piernas. Que tontas me parecen ahora todas mis quejas de cuando vivía en la ciudad, y mis lamentaciones por la travesía.
Pero los orcos no fueron los únicos que debieron ser atraídos por la tormenta energética. De repente, un espantoso chillido agudo, que venía de detrás de nosotros, nos congeló la sangre a todos. Cuando quise voltear a ver, sólo vi algo muy grande de color oscuro que pasaba con gran rapidez. En eso sentí un fuerte tirón de la cuerda, y comencé a dar vueltas sin control ¡por el aire!
Vaya que las aves son valientes y deben tener el estómago bien agarrado. Cuando pude controlarme un poco del efecto de la velocidad, comprobé que lo que había visto era un gran dragón azul, que había agarrado con sus garras al orco, que me tenía sujeto con la cuerda. Ésta aún se encontraba amarrada a él; así que yo guindaba unos metros más abajo. Y lo peor es que los demás orcos le lanzaban flechas al dragón. Flechas que me pasaban silbando muy cerca.
Entonces vi con horror como el dragón bajaba su cuello y se acercaba sus garras, propinándole un gran mordisco a la gigantesca masa de ¿grasa? orca. No sé si lo hizo para comérselo, o para destrabarlo de sus garras, pues una de ellas lo había atravesado. Realmente no pude verlo, pues con el mordisco se rompió la cuerda que me sujetaba, así que comencé una vertiginosa caída. Vi con alivio que le pasaría al lado de un gran árbol, pero que iba rápidamente hacia una zona con matorral alto.
Me acordé de los acróbatas, que a veces hacían funciones para la corte, y realizaban grandes saltos que siempre terminaban rodando por el piso sin lastimarse. Así que me encogí, lo mejor que pude, como ellos, cerré los ojos y comencé a pensar una oración.
No me dio tiempo de llegar a pensar la cuarta palabra de la frase, cuando impacté, y comencé a rodar. Gracias a los dioses, caí en suelo pantanoso; aún así me dolió mucho, y quede muy enterrado boca abajo. No lograba zafarme del barro, y cuando ya pensaba que moriría ahogado, un tirón me sacó de repente.
Tras una desesperada y gran bocanada de aire, me alegré de mi suerte; pero, entre mi tos, comprobé que mi alegría era vana. Me había sacado del barro un orco, que con una sola mano me montó delante de él, sobre el lobo de guerra, diciendo algo inentendible para mí; pero que supongo era algo así como “no te vas a escapar tan fácilmente; hoy te comemos por que sí”.
El lobo comenzó a andar (aunque a mi más bien me parecía a pegar saltos; nada que ver con montar un digno caballo), y volteaba la cabeza como queriéndome morder alguna de mis piernas, pero no las alcanzaba. Entonces se escuchó nuevamente el rugido del dragón. Los tres, orco, lobo y yo, volteamos a la derecha para verlo casi sobre nosotros, con sus garras bien abiertas, perfectamente alineado, para atraparnos en exacto ángulo perpendicular. Por la gracia de los dioses, ésta vez pensé rápido, y me empuje hacia la izquierda cayéndome del lobo justo un instante antes de que éste, y el orco, salieran volando, atrapados en las garras del dragón, que levantó toda una corriente de aire sobre mi.
Pero estos bichos no se rinden, y ahí tirado boca arriba sobre el suelo, justo cuando me acababa de zafar una mano de mis ataduras, y estaba comenzando a levantarme, se me para en frente otro lobo de guerra con su orco respectivo, mirándome fijamente.
Sólo tenía el tronco de mi cuerpo un poco levantado, apoyado sobre mis manos extendidas hacia atrás. Me di cuenta que mi mano derecha se encontraba apoyada de un palo, que de reojo reconocí, que era el hacha, que usaba el orco, que ahora debía estar conociendo a qué sabían las nubes.
El dragón volvió a emitir su sonido peculiar, y tanto orco como lobo voltearon a verificar por donde estaba. En ese momento yo aproveché, y agarré lo más fuerte que pude el hacha, sólo con la mano derecha, y mientras me daba impulso con la izquierda, se la lancé al lobo que ya estaba volviendo su cara hacia mi.
Logré clavarle el hacha en el cuello, aunque siendo tan pesada, no tuve la suficiente fuerza como para hendirla profunda. Con suerte debí cortar alguna vena importante, y una gran cantidad de sangre salía como chorro, mientras aullaba la bestia sabiéndose que estaba perdida.
Esto enfureció al orco que levantó su propia hacha, antes de que al animal le cedieran las patas, y se desplomara. Me vi perdido, pero en ese momento el orco salió disparado hacia su lado izquierdo, cayendo al suelo con fuerza, boca abajo. El lobo se desplomó y me levanté con rapidez. Quien me había salvado era mi amiga Constantino, que le había dado una gran patada con sus extremidades traseras.
Vaya, en ese momento de alivió me sentí envalentonado por mi aparente ventaja. Agarré de nuevo el hacha, pero esta vez con las dos manos, me acerqué al orco que estaba comenzando a erguirse, pero aún boca abajo. Levante la gran hacha orca lo más alto que pude, sin perder el equilibrio, y cerrando los ojos, la lancé con fuerza sobre la espalda del orco. Pero en vez de sentir que penetraba algo, lo que sentí fue que se detenía en seco con un fuerte sonido metálico, provocándome un gran dolor en las manos. Abrí los ojos, y ahí estaba el orco. No había sido lo suficientemente rápido y se había volteado, aún apoyado con un brazo del suelo, había interceptado mi lanzamiento con su propia hacha.
Rápidamente se levantó, y me lanzó un hachazo con tanta fuerza que no pude mantener mi pesada arma, cayendo varios metros lejos de mí; y con el mismo impulso caí sentado en el suelo. El orco, sin querer perder tiempo, imagino que furioso, pero sin olvidar al dragón, levanta con energía su hacha, que ya la veía partiéndome en dos. Pero en eso, veo que el orco cambia de expresión, pierde el equilibrio, y se desploma hacia mí, todavía con el hacha en alza.
Rápidamente me doy vueltas sobre mí mismo hacia la izquierda. Aún me pregunto ¿por qué habré dado vueltas hacia ese lado, si siempre he sido diestro? La cuestión es que me quité a tiempo para que la mole del orco no me aplastara.
Al ver, me encuentro nuevamente relinchando a mi querido Constantino. Este caballo debió ser antes animal de carga pesada, o mínimo hijo de uno, pues pareciera que tiene la fuerza de 100 mulas en sus patas traseras.
Al observar al orco, veo entre los pliegues de sus ropas, que apenas sobresale el mango de la daga que usó para cortar a medida las cuerdas con que me amordazaron. Así que me lanzo sobre su espalda y la empuño. Pero el orco al sentir que tiene un peso encima se contorsiona, y me tumba de nuevo, aunque ahora tengo la “daga”, que, para mi sorpresa, era toda una espada, en toda regla, en mi mano.
El orco se apoya sobre su lado izquierdo, y con la derecha levanta su hacha, para darme un mortal zarpazo. Pero con las manos temblando de los nervios, le clavo mi espada en el cuello. El orco emite un gemido, y su brazo pierde fuerza, cayendo desplomado. Yo creo que fue la gracia de los dioses lo que me salvó nuevamente, pues al caer el hacha, su gran filo me pasó al ras de mi cabeza, produciéndome la cicatriz que ahora luzco en el lado derecho de la frente. Ahora la muestro con orgullo, como la marca de que maté a un orco; pero, en ese momento, ni me di cuenta que chorreaba sangre por todo mi rostro, aunque la herida realmente no era tan profunda. Ustedes saben como son de escandalosas las pequeñas heridas en la frente humana.
Aunque no la sentía, si apreciaba la cara muy caliente, y el fuerte latir de mi corazón en toda ella, como si ésta fuera el corazón mismo. Con la respiración entrecortada aún, se me dificultaba respirar, y sin aún haber terminado de pasar el susto hasta ahora, escucho el ya inconfundible, para mi, sonido de un lobo de guerra. Aún tirado en tierra me elevo un poco, y me asomo por encima del cuerpo del orco, para descubrir que se me está lanzando encima, con las fauces bien abiertas. Del susto, interpuse mis manos, y sentí que el cuerpo del animal me caía encima.
Vaya que pesaba, y eso que al atreverme abrir los ojos, y llevarme al susto de mi vida, que casi me manda directo a comparecer sobre mis actos ante los dioses, por encontrarme la gran hilera de colmillos casi en mi cara, me doy cuenta que sólo la parte delantera de la bestia está sobre mí. Muerta, pues al saltarme, la espada, que también tiene un filo extraordinario, había entrado por la parte superior de su paladar, y llegado directamente al cerebro, matándolo de inmediato.
Me quedé un rato sin moverme. Fue entonces que volví a tener conciencia de mis heridas en los pies, y sentir por primera vez lo adolorido que tenía todo el cuerpo. Mi respiración aún era profunda; pero ya lograba pensar un poco. Volví a escuchar el sonido del dragón, pero como alejándose. Por fin decidí levantarme. Casi no tenía fuerzas.
Aún no alcanzaba del todo levantarme, cuando vi ya próximo a mí, acercándose, a tres orcos más. Sólo uno conservaba su montura. Pero yo estaba tan cansado que ya no podía ni moverme. Ante esta imagen me sentí desfallecer. Tanto esfuerzo no había valido la pena. Constantino, me vio y relinchó. Esperó otro momento, y comenzó a alejarse al trote. Supongo que al ver que no me movía, debió pensar que no valía la pena quedarse a morir también.
Los 3 orcos me rodearon en semicírculo, y se decían algo entre ellos. Claro, suponiendo que esa gran cantidad de sonidos guturales sea un idioma con lógica.
Aún no soltaba mi espada, pero la empuñaba sin fuerzas. A los orcos no les preocupaba en lo más mínimo que la tuviese. Supongo que se sabían conocedores de que no tenía ninguna posibilidad de ganar; y a lo mejor, lo que comentaban era su sorpresa de que aún pudiera estar vivo, con los cuerpos de un orco y dos lobos muertos cerca de mí. Indudablemente la sangre que manchaba aún mi espada y mis ropas me delataba como el autor.
Levante la frente, con la firme voluntad de morir con dignidad, y no sin esfuerzo me terminé de poner en pie. Los orcos pusieron una cara, que creo era de mueca, sorpresa o burla. Es difícil interpretar las toscas facciones orcas.
En eso algo pasó muy rápido detrás de ellos, y vi un destello blanco cruzando por detrás de cada uno, junto a un leve chasquido. Mi sorpresa fue total a ver que uno a uno, incluyendo el lobo de guerra, en el orden en que había visto aquel rápido efecto visual, se desplomaron a tierra ya muertos.
Sin comprender, descubrí tranquilamente, limpiando su espada, a un humano casi al lado mío. Estaba vestido de una forma algo especial, con ese estilo que nunca pasa desapercibido que tienen los héroes. Al comprender lo que estaba haciendo, entendí que había sido él quien había realizado la hazaña de matar los 3 orcos tan rápidamente, que ni se había dado cuenta. Pensé que sólo una persona podía hacer algo así, por lo menos que yo supiera, y dije:
-¿Árrnold?
El héroe levanto la cabeza y me sonrió, pasando a decir:
-Veo que mi fama me precede. ¿Qué hacías de fiesta con estos amiguitos? Debes escoger mejor la compañía, y por cierto ¿No has visto por aquí un dragón azul?
Yo me eché a reír como un loco, más que por la gracia que me había dado lo que dijo, o más bien cómo lo dijo; sino porque por fin me sentía seguro y a salvo, y la tensión bajaba. Era algún tipo de desahogo.
Le respondí:
-Bueno, aparte de que casi me come 2 veces, no, no tuve el placer de verlo más seguido. Y me seguí riendo, ya con menos fuerza.
-Vaya, entonces eres un hombre con estrella. Sólo los hombres con estrella sobreviven a dragones y orcos sin saber pelear. ¿Y por dónde se fue?
-Hacia el Norte, creo. -Respondí, señalando con la mano.
-Estuve a punto de cercarlo cuando de repente se prendió un extraño fenómeno arcano, que atrajo al dragón como un loco para acá. -Me comentó
-¿Fenómeno arcano? Ah! Sí, si. Lo vi. De lejitos, claro. De lejitos.
Por todos es bien sabido, que no es nada sabio enojar a un héroe, y como no tenía la certeza de si yo había provocado, con mi imprudente presencia, ese preciso fenómeno, preferí no darle ningún indicio. Pues presentarte como que eres el que hizo que perdieras la oportunidad de cazar a un dragón, no es lo que yo llamaría una buena idea.
Entonces me acordé que algunas veces había visto hombres que guindaban de sus ropas, o en cordones particulares, unos adornos muy especiales, que parecían mágicos. La gente cuando los veían, les brindaban ciertas pleitesías, pues supuestamente eran recuerditos de hazañas. Supuestas partes de enemigos caídos, cuando estos se trataban de enemigos muy temidos. Y los orcos eran unos de esos. La preferencia parecía ser las orejas, los colmillos y las garras. Pero muchos eran sólo estafadores que buscaban impresionar a incautos.
A mi no me consta que lo que ellos llevaran fuera cierto; pero yo decidí seguir el ejemplo. Así que me acerqué a los dos lobos de guerra, y tras observarlos un momento, pensé que parecía mucho más fácil, y rápido, picarles las orejeas, que perder tiempo tratando de desencajar un colmillo o una garra, sin tener idea de cómo era la técnica.
Agarré bien mi espada, y le piqué una oreja a cada uno con gran facilidad. Árrnold ya estaba a punto de seguir su camino, cuando al observarme, se quedó impresionado, y me dijo:
-Permíteme ver tu espada -y me extendió la mano-.
Sentí como un frío egoísta por dentro. Una sensación como de niño que no quiere compartir su juguete nuevo. Esto era mío; y vaya que me lo había ganado. Aunque mi titubeo fue sólo un momento, fue muy intenso. Pero al final se la entregué, con algo de desconfianza.
Árrnold, famoso por su capacidad de observación, a parte de su velocidad, me sonrió, como mostrándome que se alegraba que hubiese vencido mi miedo egoísta, y confiara en él.
La observó con detenimiento y dijo:
-Es impresionante su filo. Los lobos de guerra poseen en su oreja un cartílago, que es el que le permite moverla en varias direcciones. Éste es realmente difícil de cortar, y tu espada la ha rebanado como si fuera pan recién horneado. Además, el color de su hoja no es realmente plateado, sino que tiene un ligero tono azul muy claro.
A medida que iba hablando la iba cambiando de pose, observándola detenidamente por todos lados.
-Pareciera elfa, pero creo que realmente no lo es. No parece tener las cualidades mágicas que se dice que tienen sus armas. Es raro que una espada tan especial no tenga un nombre grabado. Su empuñadura es exquisita, pero demasiado sencilla para ser una espada especialmente creada para un héroe. Por lo tanto, si una espada así era para un combatiente normal, o tal vez de elite, pero no un héroe, sólo puede ser posible si esta espada haya pertenecido a una era pasada. Tal vez a los humanos de la 4ta o 3ra Era. Habría que mostrársela a los más viejos herreros enanos. Se dice que aún pueden reconocer un arma de la era anterior.
Yo estaba realmente sorprendido, y me encantaba lo que estaba escuchando. Mientras uno de los héroes más queridos de Adkýndya extendía de nuevo su brazo para devolvérmela, me preguntó:
-¿Dónde y cómo exactamente la has obtenido?
No todos los días se tenía la oportunidad de contarle a un héroe tu propia aventura, así que le comenté lo acontecido a partir de mi captura; a pesar de que la historia comenzaba mucho antes de lo que concretamente él quería saber.
Árrnold fue bien afable, y me escuchó con detenimiento, dejándome ese placer que tanto le gusta a los humanos con vida aburrida como yo: contar algo que creemos extraordinario.
Tras terminar la historia me sentí un poco orgulloso, y también un poco ridículo, y me sonreí. Me dirigí al orco para ver qué le cortaba. Árrnold me dijo:
-Mejor le cortas también la oreja, cualquier otra cosa puede oler mucho peor.
Ambos nos reímos con ganas. También sacó de sus cosas una bolsa y me la tiró a mis manos diciendo:
-Si quieres conservar tus trofeos, debes meterlos durante, por lo menos, 15 días, en una bolsa bien cerrada, completamente llena de sal. Al sacarlos, los limpias con cuidado, y se te conservarán mejor.
Me sentí muy agradecido, y me di cuenta que este acto no era nada con el de salvarme la vida. De repente, comprendí que me encontraba en profunda deuda con él. Me acerqué hasta Constantino, que estaba, de lo más tranquilo, pastando muy cerca de nosotros, y busqué en mi equipaje a ver qué podía encontrar para darle un obsequio de agradecimiento. Ya en el cielo estaban volando un par de parejas de cuervos.
Árrnold debió ver mis intenciones, y mis dudas de no saber que dar, y como que decidió facilitarme las cosas. Se acercó y me dijo:
-Tienes una linda yegua. ¿No tendrás por ahí una manta que te sobre? Es que mi amiguito el dragón me convirtió en cenizas la mía, y en la montaña dónde le gusta merodear normalmente hace bastante frío.
Su petición realmente me alegró, y sacando mi mejor manta le respondí:
-Claro. Es un placer para mí obsequiarte esta.
Quise explicarle que la manta era muy fina, pero él me interrumpió rápidamente, me dio las gracias, dándome al mismo tiempo una palmada con fuerza en la espalda, y comenzó a caminar gritándome que los dioses me acompañaran en mi camino.
Antes de partir quise revisar si entre las posesiones orcas había algo que me sirviera. Pero a simple vista no se veía nada aprovechable, y su olor no me permitió revisar con profundidad.
La vaina vacía que aún conservaba no tenía las dimensiones correctas para mi nueva espada. Aunque podía servir provisionalmente, debía cambiarla. Pensé en llevarme algún hacha orca, pero eran demasiado grandes y pesadas; así que lo descarté.
Monté sobre Constantino, y nos alejamos lentamente del lugar. Yo sabía que estos orcos eran sólo unos pocos de lo que conforman una horda, que era lo que el mapa indicaba se sospechaba en el sitio.
Hice una mueca mientras lo volvía a observar, y pensé que debía decirles a los expertos en mapas que tacharan la palabra “se cree”; pues bien que había comprobado que eran realidad.
-¿Qué hacemos ahora? Constantino -le pregunté-. A ver. Si no me he perdido mucho, estamos en algún lugar al norte del vado que indica el mapa. Eso quiere decir que hacia el Este está ese gran río, y no muy lejos debe estar ese estrechamiento en él. Veamos si por ahí podemos pasar, pues no me extrañaría que más orcos estén cuidando el paso que se señala.
Seguimos nuestra ruta hacia el Este. En el trayecto aproveché para cazar unas liebres, pues ya eran pocas las provisiones que me quedaban, y quería conservarlas un poco más. Pensaba que los caballos tenían suerte, pues sencillamente se paraban a comer hierbas, y de eso había por todos lados. También aproveché para revisar mis creencias. En poco tiempo me había conseguido con orcos, y a un dragón azul. Ambos eran parte de las historias que yo pensaba exageraciones de los ancianos, o que tal vez habían existido hacía mucho; pero que ya no eran parte de la realidad. Ahora tomaría más en serio todas esas historias que yo antes consideraba, mitos, a lo sumo, una pequeña parte, leyendas.
Al final conseguimos el río, pero no sabía si lo que buscaba estaba hacia el Norte o hacia el Sur. Decidí viajar hacia el Sur, pues, si me había pasado, llegaría hasta el vado.
Una jornada más de avance cuidadoso, y conseguimos el estrecho que señalaba el mapa.
-¡Maldición! Grité desde lo más profundo de mi alma. El mapa indicaba correctamente que ahí el río se estrechaba, pero no indicaba lo que estaba viendo.
La orilla del río estaba a varios metros sobre agua, y ésta corría con mucha velocidad y fuerza, por un estrecho y largo camino, en bajada. Salteadas aquí y allá, había grandes rocas contra las que el agua reventaba continuamente, provocando gran cantidad de espuma.
Era imposible pasar por ahí. La corriente me estrellaría mi cabezota contra una roca, como una calabaza, si me atrevía. Debía seguir el río hacia el Sur, y ver si podía cruzar por el dichoso vado.
-Debo acordarme de indicar en el mapa lo que realmente es esto –le comenté a Constantino-. ¿Cómo lo podría llamar? “Blancas Aguas Rápidas” -pensé.
Seguimos avanzando, y para mi nerviosismo, encontré muchas huellas. No sabía nada del tema, pero presentía que no era buena señal.
En efecto, el paso tenía custodia. Otro pequeño grupo de orcos lo cuidaba. Me había acercado a gatas entre unos matorrales. Tenía el viento en contra, así que estaba seguro. Eso lo había aprendido de un cazador de venados, amigo mío, quien siempre mencionaba con lujo de detalles, como se acercaba a sus presas cuando cazaba. Pensar ahora, que esa parte ya me aburría escucharla.
Decidí esperar a que fuera de noche, y tratar de pasar corriendo entre ellos. Era una locura, pero era lo mejor que se me ocurría.
-Constantino ¿Qué tan rápido eres cruzando un río? -No me respondió pero algo en su mirada me dijo que no le gustaba la idea.
Cuando el sol moría al Oeste e incendiaba el cielo, coloreándose todo de rojo, pasó algo con lo que no contaba. Los orcos, repentinamente, se pusieron frenéticos, y comenzaron a disparar flechas hacia el cielo. Cuando observé, vi una gigantesca criatura haciendo maniobras sobre ellos. Tenía el aspecto, por lo menos a la distancia, de un murciélago gigante. Me pareció ver que algo pequeño que lo montaba, pero no estoy seguro. Por lo visto, se divertía provocando a los orcos. Ellos en su afán por tratar de herirlo se alejaron un poco del vado, y decidí que era ahora o nunca. Del otro lado, más adentro se veía que comenzaba un bosque. Cuando el sol terminara de quemar el azul del cielo, y convertirlo en negro ceniza, tendría más oportunidad de escaparme en él.
Así que me monté sobre Constantino, le di un fuerte puntapié, con ambos pies, y salimos como rayo de nuestro refugio tras la maleza alta, directo hacia el vado. Pudimos acercarnos bastante antes de que los orcos se dieran cuenta. Entonces dejaron de intentar impactar al gran animal en el cielo, para hacerlo con nosotros de blanco.
En mi desesperación yo comencé a gritar entre ánimos a Constantino, y chillidos como un loco. Pasamos con suma rapidez entre dos orcos, que casi se hieren mutuamente, y comenzaron a discutir entre ellos. Los demás nos seguían disparado, mientras nos acercábamos al vado, y un par trataron de alcanzarnos. Se me ocurrió buscar las monedas de oro que me quedaban, y comencé a lanzarlas detrás de mí. Dos grandes puños. Los dos orcos más cercanos a nosotros se vieron atraídos por él, y se detuvieron a recogerlos; y es más que seguro que comenzaron a pelear por el mismo, por los gruñidos que comencé a escuchar. Aún así, seguían tratando de impactarnos muchas flechas; pero el gran murciélago les hizo una pasada al ras. Ésta distracción nos permitió entrar al agua aún indemnes, pero aquí era imposible ir rápido.
La luz estaba desapareciendo con rapidez, y tres orcos decidieron cazarnos con sus lobos de guerra, quienes también entraron al agua. Los demás se repartían entre lanzarles flechas al murciélago y a nosotros.
Cuando ya casi estábamos saliendo del agua, una flecha me impactó finalmente. Se me enterró en el brazo izquierdo. Las alforjas que colgaba Constantino, a los lados, y atrás, tenían 5 flechas incrustadas; pero los dioses no quisieron que tan valioso animal fuera herido. Para tratar de ayudar al ya casado Constantino, corté la correa de las alforjas, para aligerarle peso.
Salimos del agua, y continuamos huyendo directo al bosque. Ya las flechas no tenían ninguna precisión, y pronto salimos del alcance. O tal vez la poca luz ya no permitía hacer lanzamientos tan largos. No estoy seguro. Pero aún los tres orcos nos seguían.
El bosque rápidamente se fue haciendo tupido, y no era nada fácil mantener un trote a buen paso. Cuando estábamos pasando lentamente sobre las múltiples raíces de un gran árbol, un zumbido muy rápido me heló la sangre. Justo debajo de mi nariz, y casi tocándome los labios, una flecha se clavó en el árbol que tenía justo al lado. Ésta no era orca; pues tenía una confección diferente.
Parece que no quieren dejar a mi corazón descansar, y prácticamente empuje a Constantino para que avanzara más aceleradamente. La pobre yegua se esforzaba lo que podía, pero estaba aterrada.
Se escuchaban los ruidos que emitían los orcos y sus lobos, pero se habían alejado un poco. Pensé que tenía cierta ventaja, cuando de repente, me salió al frente uno de ellos sobre su lobo. Constantino se levantó sobre sus patas traseras y casi me tumba. El orco soltó un horrible gritó y levantó su hacha; pero en eso recibió el repentino impacto de tres flechas, mientras que su lobo encajó otras dos más, y se desplomaron.
Yo arrié a Constantino para que saliera de ahí corriendo lo más rápido posible, antes de que nosotros fuéramos los próximos en caer. Corrimos como pudimos por los difíciles pasos entre los árboles, y el continuo desnivel del terreno.
Escuchamos un grito orco algo lejos. No sonaba a combate, sino más bien a agonía. El bosque se eclipsó por completo. Tal vez aún quedara algo de luz afuera, pero el tupido follaje ya no permitía colarse a los últimos rayos del sol.
Comenzamos a andar más lento. Yo respiraba hondo para tratar de recuperar la calma. Pero a los dioses les divertía verme asustado; pues comenzaron a escucharse aullidos de lobos. Por supuesto, esto no le agradó nada a Constantino, que inmediatamente se puso nerviosa.
Tras seguir avanzando un rato más, y escuchar muchos aullidos salteados en cada dirección, alrededor de nosotros (por lo visto nos estaban rodeando), escuchamos un gruñido justo detrás nuestro. Ni Constantino ni yo volteamos, sino que en seguida salió trotando por el bosque. Su arrancada fue tan veloz y repentina, que casi me caigo de nuevo.
Se escuchaba a un lobo persiguiéndonos, y luego se unió, primero uno que apareció por la derecha, y después otro que salió de la izquierda. Supongo que trataron de interceptarnos, pero es que Constantino corría como loco. Yo no sé ni como veía por donde iba; o si realmente veía.
Mi yegua pegó un gran salto esquivando otras de esas tantas gigantescas raíces, pero el otro lado del terreno era mucho mas bajo. Constantino cayó bien y continuó, pero yo perdí el equilibrio, y me caí. Me golpeé duro, pero el susto me tenía anestesiado a todo. Quede justo pegado al desnivel y de uno de los grandes tróncales de las raíces. Los lobos también saltaron, uno, dos y tres. Los tres me pasaron como rayos por encima sin detectarme, persiguiendo a Constantino.
Vi que era mi oportunidad de escabullirme. Subí el desnivel y comencé a alejarme. En eso escuché el relinchar de Constantino. Por el tipo de sonido era evidente que estaba en problemas, y me paré en seco. Esos fueron uno de los momentos más terribles de mi vida.
Pensé en mi yegua, y quise regresarme, y me volteé en dirección al sonido. Después pensé ¿qué podía hacer yo solo, herido, contra 3 lobos? Mi misión era llegar a la República y entregar el tratado; costara lo que costara. Así que me volví a voltear, y avancé dos pasos más. Otro relinchar de Constantino. Otra vez me quedé paralizado.
Mis pensamientos y sentimientos seguían en frenética y rapidísima lucha, dándose estocadas mutuamente entre el miedo y el amor; y el asegurar la misión de mi Emperador y mi lealtad. ¡Esta yegua te ha salvado la vida! ¿Y así le pagas? ¡Corre!, debes llegar a tu destino. Es tu amiga ¿acaso no has aprendido a amarla? Huye del terror, ¡morirás destrozado!
Di un paso más en dirección contraria a Constantino, pero al final dije:
¡Que carajo! ¿De que sirve un tratado, si uno del pueblo firmante no es capaz de ayudar a muerte a su compañero? y me regresé corriendo a buscarla.
Volví a saltar el desnivel y seguí en dirección de los gruñidos de los lobos. Constantino estaba cercado. Un grupo de árboles demasiados cercanos unos de otros, le impedían el paso para continuar, y por donde había venido estaban los tres lobos en semicírculo, enseñándoles sus grandes fauces, y gruñéndole. Lanzaban mordiscos y trataban de acercarse. Pero Constantino se defendía como loco, tratando de golpearlos con las patas delanteras, a veces, o con las traseras, otras. A este paso mi yegua se extenuaría, y los lobos tendrían ventaja para lanzársele encima.
Saqué mi espada, y les pegué un grito a los lobos. Ellos voltearon, y uno de ellos se abalanzó sobre mí sin pensarlo. Lancé una estocada en el aire por puro reflejo, y el lobo cayó gimiendo con el vientre abierto.
No me había recuperado de mi sorpresiva acción, cuando el otro lobo me pasaba volando por un lado, y se estrella estrepitosamente contra un árbol, cayendo muerto instantáneamente. Constantino había aprovechado la distracción que había producido, y había cuadrado bien el pegarle con sus patas traseras a uno de ellos. No sé que lo habrá matado, si la patada de la yegua o el impacto contra el árbol, pero en todo caso eso debió doler.
El tercer lobo, al verse rodeado entre Constantino y yo, prefirió salir corriendo, pero unos metros más allá, una flecha le atravesó la garganta. Quedé anonadado. Aún no había logrado ver quien o quienes eran los que disparaban estas flechas tan precisas, y sabía que nosotros seríamos los siguientes. Ingenuamente me puse en guardia con mi espada, como si pudiera parar las flechas con ella.
De entre los árboles salieron unos hombres. Varios tenían arcos, otros algo que parecían jabalinas; pero todos las tenían hacia abajo, y sin flechas en la mano o apuntándome. Pero el susto ni me dejaba moverme para dar un paso, ni para bajar la espada. Eran varios. Llevaban poca ropa, aunque no estaban desnudos; pero predominaba el color verde tanto en ella, como en pinturas en su rostro y cuerpos. Algunos tenían colgando de la cintura pequeñas cabezas, que las sombras no me dejaban distinguir de qué eran. Después supe que eran cabezas de orco achicadas.
Se me quedaron observando por algunos instantes. Uno de ellos levantó su mano derecha mostrando la palma de su mano, y dejó su arco en el piso lentamente. Se acercó dos pasos. Yo comprendí que si me querían matar, en ese momento no lo pensaban hacer. Igualmente no tenía oportunidad de defensa real; así que baje mi espada, pero no la solté, sino que la envainé. Mucho tiempo después, pensé que, tal vez, el verme matando un lobo en el aire, y que enfundara mi espada, en vez de soltarla, a pesar de que no tenía ninguna oportunidad ante ellos, les debió impresionar.
El sujeto me pronunció algunas palabras completamente extrañas para mí. Se dio cuenta tras varios intentos que no le entendía. Yo permanecía mudo. Otro sujeto se acercó también, y comenzó a pronunciar otras palabras raras, pero de éstas, algunas me eran más familiares. Parecía un extraño dialecto humano más cercano al adkyndiano que el primer intento; o tal vez un recuerdo arcaico de la lengua humana común de la era anterior.
La flecha que se me había clavado, se había roto en mi caída del caballo; pero aún la tenía incrustada, y había perdido mucha sangre. Tras bajar el momento de tensión, perdí fuerzas y caí de rodillas. Estaba golpeado, adolorido, raspado, rasguñado, cortado, cansado y en definitiva, desfallecido.
Cuando desperté dos mujeres me estaban atendiendo. Una de ellas, la mayor, me hizo beber algo que sabía a los peores demonios. Traté de rehusarme, pero la seriedad con la que me miró y me indicó, con sus gestos, que debía tomármelo, me hicieron por fin acceder. La otra más joven, y bonita, se reía y comentaba algo con la que me torturaba con la amarga bebida. Supongo que les debía parecer un niño malcriado.
Me habían tratado mi herida con un vendaje que formaron con hojas grandes, que aprisionaba fuertemente una cataplasma de hierbas; supongo medicinales. Era eso la que la más joven estaba revisando. Luego la mayor se fue, y la más joven comenzó a acariciarme. Repetía una palabra una y otra vez, pero no entendía. En eso llegaron dos hombres, colocándose uno a cada lado. Traían unas cuerdas. Esto me asustó mucho y traté de levantarme, pero no había alzado mucho la cabeza, tratándome de apoyar de un brazo, cuando me mareé, y las fuerzas no me dieron. Estaba desfallecido, y me di cu