Era una gélida y lluviosa noche de invierno, de las primeras del año 316 a.C, en la que el viento ululaba con voz de ira desde los desiertos de Arabia hasta las estepas de Escitia, desde los fértiles campos de Grecia hasta las densas selvas de Malia, pero no era sólo Eolo el que mostraba su enojo, Selene, la Luna, enfadada también con los mortales no se dejaba ver sumiendo al mundo en una oscuridad tétrica y sobrenatural.
Todos los dioses mostraban su rechazo hacia alguna desconocida práctica humana que era merecedora de censura y repulsa, y aquel amanecer Helios no llegó, negándose a despuntar, emergiendo por el Este, como normalmente hacía, en su carro dorado tirado por corceles de inmaculada blancura. Los humanos temieron que lo peor estaba por venir y que el Tártaro iba a enseñorearse de la Tierra, por lo que todos ellos buscaron amparo en los templos y altares de los dioses; los soldados, más alejados de las urbes debido a las incesantes campañas militares, sencillamente se encomendaron al Olímpico de su devoción en silencio, privados del lujo del rito en un lugar sagrado. Mientras tanto los gobernantes del mundo consultaban a todos los oráculos el sentido de aquel desmesurado castigo.
Por una vez todos los principales oráculos, como los de Delfos en Grecia y Siwa en Egipto estuvieron de acuerdo y no dieron una respuesta críptica, sino clara y terminante, avalada no sólo por Apolo, como era habitual, sino por todos los Olímpicos, a excepción de Ares que no tenía demanda que hacer a los mortales, tan satisfecho como estaba por las continuas guerras entre ellos.
Los dioses se muestran muy contrariados ¡Oh generales de Alejandro que regís los designios del poderoso Imperio Helénico! Porque habéis obviado la existencia de todos ellos, salvo la de Ares, y dedicado con denuedo todos vuestros esfuerzos a fines belicosos y violentos, en una lucha sin cuartel por el poder y en este empeño habéis olvidado cultivar vuestra parte más espiritual e incluso el deber de rendirles pleitesía a para ser merecedores de sus favores.
Pero en vez demostrar su justa ira, enviándoos desgracias sin fin, han decidido mostrar su magnificencia y si les agradáis glosando su grandeza con “composiciones literarias”: líricas, épicas, poéticas, satíricas, humorísticas que alegren sus oídos les haréis olvidar el agravio sufrido; teniendo además la deferencia de hacer llegar extraordinarias bendiciones a los autores de aquellas composiciones que sean más de su agrado, bien porque le haya divertido sobre manera, bien porque le haya hecho gozar del excelso manjar de la literatura. Podéis estar seguros de que tanto las Musas, como los dioses Apolo y Atenea se sentirán complacidos de ayudaros en tan magna empresa si les ofrecéis los sacrificios adecuados a su rango e importancia.
El día siguiente si pudo ver una mañana pero gélida y distante dando a entender que los dioses aún seguían enojados y no aceptarían un no por respuesta a sus exigencias.
