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Los secretos ocultos

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dehm:
Cual fué mi sorpresa y la enorme emoción de contemplar aquellos magníficos grabados tallados en aquella opresiva caverna cuyas rocosas paredes parecían consumir el aire más rápido aún que mis pulmones. A la amarillenta luz de mi lintena de bolsillo la engullía la oscuridad que parecía solidificarse a mi alrededor pero nada de ello importaba, tenía ante mí el descubrimiento de mi vida y todo lo demás no importaba.

Aún hoy en día no puedo dejar de llorar la pérdida de los negativos de aquellas fotografías que hice con mi vieja Nikon ni la avería de mi equipo informático que me obliga a atesorar las pocas impresiones que hice en su momento al confiar mi poco sentido a la tecnología para guardar el conocimiento que había atesorado durante unas semanas antes del accidente.

Sin embargo para repasar los hechos que me han llevado a mi situación actual es necesario retroceder aún más años, a mi juventud, cuando pisé por primera vez las viejas y humedas salas del museo. Aún hoy me sorprende el recuerdo de aquella visita. Mi juventud transcurrió en las colinas cercanas a Santander, pequeña ciudad de provincia, que vive del  y hacia la mar.

Mi padre, seguramente buscando por la delicada salud de su hijo y una estancia llena de extraños acontecimientos en el sur de la península, accedió finalmente a las reiteras peticiones de mi madre y regresó a la brumosa costa norte, perdida entre montañas donde aún hoy en día la noche de San Juan es para muchos el solsticio de Verano en el cual saltar las hogueras y escuchar el canto del autillo son indicios seguros de salud y buena fortuna, y se estableció en la zona cercana a la costa, en las unas laderas, hoy ya llenas de edificios y modernas urbanizaciones, que en aquel entonces apenas contaban con unas pocas casas, huertas y pedregosos caminos que serpenteaban hasta morir la mitad de las ocasiones en los altos acantilados. La otra mitad morían en unas marismas que separaban aquel solitario conjunto de colinas de los límites de la ciudad.

Mi abuelo, un hombre que hizo fortuna a la sombra de un enorme escritorio, como corresponde a todo Señor tenía una biblioteca llena de polvorientos volúmenes que en la mayoría de las ocasiones narraban hechos olvidados en lenguas aún más extrañas. Desde mi infancia me ha gustado el olor a libro viejo, a polvo acumulado, a amarillentas páginas y al acogedor sillón de orejas.

Dado el delicado estado de salud, que los médicos achacaban a un parto difícil, y a lo inclemente de mi hogar mis posibilidades de disfrutar de los alrededores eran pocas y obligado por los cuidados de mi protectora, y ciertamente aprensiva, madre tuve que disfrutar de la compañía de aquellos volúmenes mucho más de lo que era normal en cualquier niño de mi edad.

Las lecturas en aquella época tocaban todos y cada uno de los temas que a cualquier niño le atraen: la anticuísima mitologia del norte peninsular, las historias de horror absurdo y barroco, aventuras y desventuras de los arqueólogos ingleses en Egipto y una serie de libros que en aquel entonces no llegaba a entender en todo su alcance.

En el colegio, lógicamente religioso, como es deseable para todo buen mozalbete, me apasionaban las clases de historia antigua y literatura, y en las de religión, solemne asignatura de gran interés para todo aquel que no sea fanático de sus propias ideas, leía con interés la biblia, sobretodo aquellos pasajes que narraban hechos oscuros a que mi me fascinaban.

El propio profesor de la asignatura, un avinagrado fraile con ínfulas de catedrático, satisfecho de mi gran interés y lo profundo de algunas de mis inquietudes, y sin duda interesado por ganarme para la causa monástica de San Agustín, me hizo llegar algunos libros, la mayoría cansinas historias de santos y mártires, pero también interesantes relatos de misioneros en abandonadas islas del Pacífico y hasta, hecho para mi aún en día sorprendente, ejemplares de evangelios desconocidos o incluso prohibidos.

La semilla plantada en mi y la educación recibida pronto me llamaron a introducirme más en el mundo religioso, asistir a jornadas de reflexión e incluso a sesiones espirituales durante las cuales indagábamos en nuestro interior las respuesta que más tarde he encontrado  en el interior de la tierra. Sin embargo dicha atracción por lo religioso acabó de modo bastante brusco.

En mi infinita curiosidad y cuidando mi devoción, bastante literaria en aquellos momentos, mi protector me permitía acceder a las modernas instalaciones de la biblioteca de la congregación, e incluso a sus áreas más recónditas, donde se cuidaban y atesoraban los libros traidos de la enorme biblioteca del Monasterio de la Vid, en Soria, un antiguo y enorme edificio de piedra.

En mis numerosos visitas al silencio de los bizqueantes fluorescentes de la biblioteca llevé en ocasiones mis propios ejemplares para poder disfrutar de su lectura sin las continuas interrupciones de comidas, meriendas y cenas que al parecer son de obligada regularidad. El aciago día en que mi vocación fue echada al traste llevaba conmigo un libro de aspecto viejo, y casi inofensivo, de un tal Victor Hugo, titulado Los Miserables.

Estaba inmerso en los abatares de Juan Valjean y en su búsqueda de la elección entre el bien y el mal por las calles de París cuando la mano de mi tutor arrancó el libro de mis manos y entre grandes aspavientos sufrí una filípica sobre los libros que todo bien cristiano debería evitar por lo pernicioso de su lectura.

La novelucha de dudosa moral, según mi tutor, me abrió los ojos. Yo, que desde mi más tierna edad saboreaba los placeres de la libre lectura, mi única afición, me veía ahora censurado por un fanático que a todas luces parecía llevado por la más alta de las guías. Ese día, decidí que mi libertad estaba por encima de convenciones morales o éticas y que en mis búsqueda del conocimiento no dudaría en arrostrar cuanto el destino tuviera a bien arrojarme a la cara.

Tras aquella amarga experiencia decidí confiar únicamente en mis amigos: los libros. Y volvé mi anterior entusiamos por los hechos bíblicos en la historia y la geografía, las únicas áreas más o menos libres del fanatismo que impregnaban la religión o incluso la literatura. La historia antigua, los misteriosos orígenes del hombre y especificamente la protohistoria, la historia aún antes de la escritura, me entusiasmaron y no dudé en viajar a los confines del conocimiento que aquellos libros de colegio o los tomos de mi abuelo podían proporcionarme.

Fue entonces cuando tuvo lugar la visita anual del séptimo curso, contando yo los inquietos trece años y en lo agitado año 80 del pasado siglo, al Museo de Prehistoria de Santander sito en el sotano del viejo edificio de la diputación. Aunque dicho museo existía desde hacía varias décadas su estado de abandono era tal que gran parte del reciento tenía el techo lleno de manchas y hongos producidos por la eterna humedad y la cercanía a Puerto Chico, donde las barcas de los pescadores se mecían a salvo del oleaje de la bahía.

Es de conocimiento general que el norte peninsular es el hogar de númerosos restos prehistóricos y que pocos lugares en el mundo pueden compararse con él en riqueza y número de descubrimientos en este área. Las vitrinas del Museo estaban llenas de restos hallados en las cuevas de Altamira, Puente Viesto, El Castillo, Las Monedas, Riclones o Escobedo que llenan la rica franja litoral del norte peninsular.

Nuestra guía nos habló de ese pueblo primitivo volcado en el mar y cuyas deidades, la mayoría relativas en su opinión al agua y al marisqueo, nos eran ocultas y desconocidas pero sin duda existentes. Nos destacó los numerosos ritos de  inhumaciones colectivas en cuevas como la de Aer, Los Hornucos, La Peñona y La Castañera, en los que se habían encontrado restos de instrumentos rituales y pruebas de su complejidad y riqueza además de numerosos restos de conchas, moluscos e incluso pequeños ídolos.

Al parecer el norte, principalmente la cornisa cantábrica, habían visto pasar las étapas prehistóricas con mucho más retraso que en otros lugares del mundo, según las vigentes teorías, por el aislamiento de la zona. Personalmente la relación entre el arisco mar cantábrico, los ritos colectivos, los restos encontrados y la involución probada me parecían singularmente relacionados pero al parecer a los rigurosos académicos les simulaban ser hechos puntuales y sin relación.

Desde pequeño he creído que todo está relacionado, desde la estancia de los judios en Babilonia a los mitos de los ángeles, los leones alados, o la Torre de Babel, los altas estructuras de los templos, de la propia ciudad prohibida y castigada por su soberbia, a la repetición de las deidades marinas en toda la humanidad y las relativamente modernas teorias del origen de la humanidad en los oceános.

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Mi duambular por el museo pronto me separó de mis bovinos compañeros que seguían en rebaño a la guía que parecía leer una lección bien aprendida bajo la satisfecha mirada de mi profesor de historia. Las salas del museo estaban vacias pues a pesar de ser obligada la reserva por parte de grupos de más de veinte personas el poco interés de la sociedad santanderina por el pasado y la hora, 10 de la mañana, a la que entramos en el edificio hacían que todos los visitantes fueramos precisamente nosotros. Cuarenta alumnos de Los Agustinos sin demasiado interés y con mucho sueño.

En mis paseos contemplé ejemplos de rituales que mi fantasiosa imaginación me parecieron tan evidentes como sorprendente las inscripciones situadas cerca de los objetos a los que mi curiosidad me arrastraba en solitario.

Así contemplé una estela de piedra, en teoría de origen ligeramente anterior a la conquista romana de la zona, con una inscripción tan breve como inexacta: "Estela hallada en Barros (Cantabria)"


Y donde se podía ver claramente el sacrificio de un hombre en su centro mientras alrededor se tejía el laberinto del ritual. Las imágenes iban inundando mi mi cabeza de ideas bastante lejanas al conocimiento científico tradicional mientras me adentraba en salas esquivando las zonas en mal estado y saltando sin ningún pudor los cordones dispuestos para mantener alejado al público a fin de poder posar mi mano en los objetos que mi mente colocaban en miles de años en el pasado.

Fué en una las salas más lejanas, casí más almacen que expositor, cuando ví por primera vez el Ojo. Un sentimiento de temor, de terror antidiluviano, de horror cerval,... me inundó al sentirme en el centro de su iris. La figura estaba desgastada pero a nadie escapaba su profundo significado, esa visión, ese conocimiento.

En un gesto estúpico, malsano e instintivo me acerqué al mismo y posé la mano sobre él. Me inundaron extrañas sensaciones y casi pude atisbar imágenes de un pasado prohibido, de un conocimiento olvidado, de lo prohibido al común de los humanos.

No sé cuanto tiempo pasó hasta que la mano de mi profesor apretó mi hombro y volví la mirada a su rostro, entre enfadado y preocupado. Al parecer habían pasado horas buscándome tras faltar en el obligado recuento y sólo gracias a una de mis compañeras me habían encontrado sentado detrás de la mole petrea del abominable Ojo.

Al parecer había ignorando la llamada de mi compañera que se había visto obligada, e inundada por una malsana sensación de que algo no iba bien, por mi mutismo a acudir al profesor.

Pronto los deberes de las evaluaciones, las obligaciones familiares y la ajetreada vida de un muchacho de trece años me hicieron olvidar y hundir en mi memoria el recuerdo del blasfemo idolo, en aquel entonces, aún tomado por una inofensiva piedra esculpida al capricho de un artista prehistórico.

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Sin embargo mi salud, muy mejorada, y los intereses típicos de la adolescencia fueron relegando libros y bibliotecas a un segundo plano, aunque fue en mi adolescencia durante la cual ese interés morboso de la juventud me llevó a leer a Edgar Alan Poe y su aventajados discípulo H.P.Lovecraft cuyos relatos llenaron algunas escasas noches de intensa lectura.

Mis nuevas posibilidades para disfrutar del deporte al aire libre lograron desentumecer ligeramente mi cuerpo, algo mustio, como los viejos libros de mi abuelo.

Mi pasión por la lectura abandonó las novelas para trasladarse a los ensayos o a los libros de historia pero fue cortada por la muerto de mi abuelo y la posterior venta de su casa, sus libros, muebles y enseres que pasaron a llenar tiendas de colecionistas, otros viejos caserios o el desbán de algún familiar.

A mi me quedó una carta, de preciosa caligrafía, en la cual se despedía de mi, algo que por aquel entonces no me sorprendió en absoluto, pues mi abuelo era meticuloso en todos los aspectos de su vida, aunque sí ligeramente extraño dado que los médicos afirmaron que había muerto de un paro cardiaco repentino mientras se hallaba estudiando unos libros que había comprado en su último viaje al Cairo.

Aún la conservo, aunque amarillenta y ajada por mis numerosas lecturas de la misma tratando de sacar algún dato que hasta hoy hace cuatro años no había encontrado.

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Un hecho espeluznante tuvo lugar pocos días después de morir mi abuelo y supuso una tragedia personal. En un crimen sin precedentes en su horror y sangriento final un atracador, armado con una vieja escopeta, atracó el 17 de Julio de 1984 la sucursal del Banco Rural situada en el viejo edificio de las escuelas de Los Corrales.

En el atraco murieron los dos empleados, a pesar de no ofrecer, a primera vista, resistencia. Sin embargo el asaltante se llevó poco dinero y desvalijó unas cuantas cajas, entre ellas la de mi abuelo, cuyo contenido no fue encontrado. Si lo fué el asaltante, que se había refugiado, al parecer, en una cabaña, más cuadra que vivienda, en las laderas cercanas al pueblo y que fue observado por una niña que pasaba por el lugar.

Según la niña el hombre, pequeño y abotargado de ojos saltones y mirada asombrada, estaba reunido con otro hombre de complexión gruesa oculto en los pliegues de una amplia gabardina. El atracador aún tenía su ropa teñida de manchones de sangre coagulada pero al parecer el extraño visitante sólo prestaba atención a su botín. La pavorosa escena llenó de terror a la joven que no dudó en dirigirse al cuartelillo de la Guardia Civil que de inmediato envió una pareja al lugar.

En la cuadra hallaron el cadaver, ahorcado, del atracador y la mayoría del dinero robado así como algunos objetos personales. Al parecer el sujeto, cuya identidad se desconocía, se había suicidado ante el horror de su crimen.

Más tarde, gracias a un compañero cuyo padre trabajaba en el hospital de Valdecilla, logré algunos datos que me permitieron poner en conocimiento de la policia la identidad del asesino. El padre le había comentado a mi compañero que el atracador tenía tatuado en el cuerpo varios signos desconocidos, hecho raro en una persona de su aspecto. No me fue difícil atar lazos y llegar a la temeridad de concluir que debía tener alguna relación con el asesino de mi abuela años atrás.

Efectivamente, a pesar del escepticismo inicial, una corta investigación de la policia, normalmente ineficaz y ocupada con delitos más resolubles, dió confirmación a mis temores y el atracador resultó ser el hermano de quien años atrás cometiera el espantoso crimen.

Todos estos hechos oscurecieron mi entrada en la mayoría de edad y cuando anuncié que quería estudiar Historia en la Facultad sita en Santander, uno de los pocos estudios que en esas fechas se podía cursas en la capital cántabra, todos se alegraron de que llenara mis horas en algo más alegre y menos macabro que investigar crímenes.

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Los años pasaron y aunque siempre me interesaron aquellos temas oscuros, que en Historia son no pocos, o desconocidos mi especialización en el mundo arabe, y en particular mi estudio de la antigua Mesopotamia, me permitió adquirir conocimientos que hoy en día me han llevado a inquietantes conclusiones.

Tras los años de universidad logré una beca destinada a cubrir la plaza de guía en el Museo de Prehistoria que visité en mi juventud. Aunque de un área lejana a mi especialización las ofertas de trabajo como historiador estaban muy limitadas y se podían contar con los dedos: la Biblioteca Menendez Pelayo, el Museo de Prehistoria, algún departamento de la universidad o la siempre deprimente tarea docente en alguno de los institutos que con el crecimiento de la ciudad comenzaban a proliferar por la ciudad.

Con el pequeño presupuesto que me permitía la beca y unos trabajos de traducción que logré para la diputación, al parecer interesada en esos años por la cría de caballos arabes, una de tantas locuras de aquel en nuestro día presidente Hormachea, me pude independizar y abandonar mi antigua casa que cada vez era menos solitaria y cuyos campos contiguos empezaban a sufrir la fiebre inmobilaria.

Me mudé por tanto a la Calle del Carmen, la patrona de los pescadores, en un ático cuyas pocas ventanas permitían atisbar un trozo de mar por encima de los tejados de los edificios contiguos. El ático era frio, estaba mal acondicionado y sufría el acoso constante de gaviotas y palomas que algunas noches de verano impedían conciliar el sueño con sus graznidos.

Sin embargo su cercanía, a menos de tres minutos, de mi beca y el disponer de cierta autonomía me permitió avanzar un poco en mis conocimientos llegando a adquirir en un viaje a Barcelona algunos libros que era imposible adquirir en Santander, y que me permitieron introducirme en la religión de Arabia antes del nacimiento del Islam.

El trabajo en la beca llegó a consumir casi la totalidad de mis jornadas. Los fondos arqueológicos reubicados en 1926 en el nuevo Museo de Arqueología y Prehistoria, instalado provisionalmente en unos locales del Instituto de Enseñanza Media de Santa Clara, se trasladaron definitivamente a los bajos de la Diputación Provincial, en 1941.

Jesús Carballo, director desde los años veinte hasta su muerte en 1961, fue el impulsor de esta última mudanza, en aquel entonces absolutamente oportuna y con la esperanza puesta en la futura construcción de un contenedor adecuado.

Tras su jubilación se abrió el periodo más crítico en la historia de la institución. No sólo se paralizó la actividad que hasta entonces venía desplegando sino que durante los siete años siguientes la función de recogida de materiales provenientes de excavaciones emprendidas en al Comunidad, única ocupación del Museo en aquel momento, fue realizada sin ningún tipo de control ni registro.

Hállandome yo en mitad de tal desvarajuste pasé dos años ensimismado en el mismo ordenando los fondos, fechando hallazgos y aportando el poco orden delque fuí capaz. La ausencia de algún responsable me obligó a estudiar de nuevo la prehistoria y la época de la romanización de Cantabria para lograr al menos tener algún conocimiento más allá del proporcionado por la carrera a fin de disponer algún orden.

Lo poco adecuado del local obligaba a usar salas enteras como almacén y dispuse comenzar a inventariar los materiales. Para entonces la beca parecía haberse institunacionalizado así que se alargó su duración y finalmente se cambió por un contrato con el gobierno de Cantabría en el que a partir de 1992 conté con el apoyo de mi compañera Amparo López Ortiz como conservadora y que terminó asumiendo de hecho gran parte de las funciones de dirección, cargo que todavía no está cubierto hoy en día.

El inventario fue avanzando de modo importante hasta el día en que me reencontré con el Ojo. Los años lo habían dejado cubierto de una manta y una gran capa de polvo pero al levantarla para inventariar el nuevo objeto volvió a mi la sensación de temor, aunque ligeramente ahogada en esta ocasión por el conocimiento que había adquirido en el curso del tiempo.

Yacía ahora olvidado y relegado en una oscura sala, en un nivel inferior a la principal, y por tanto más susceptible a humedades y un peor estado pero la roca, me niego a pensar en otro material para ella, seguía estando como hacía quince años. Observándo. Atisbando. Conociendo.

Sin embargo en esta ocasión anoté brevemente: "No Fechada. Descubierta en el valle de Iguña." y procedí a taparla cuidándome bien de no tocar su superficie.

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