Los susurros eran más silenciosos ahora que nunca, porque ya todos sabíamos que estábamos ante la presencia de un cadáver, que aquel hombre que un día amasó un imperio era sólo un recuerdo. Todos estábamos presentes, en la ciudad de Babilonia frente a su lecho de muerte: Lisímaco, Antígono, Ptolomeo… yo. Hasta el día anterior todos éramos hermanos y nos miramos por última vez como tales, mañana todo sería diferente.

Quedaba sobre nosotros una sombra… ¿Qué había matado a Alejandro? ¿La enfermedad o el envenenamiento? ¿El azar o uno de nosotros? Una cosa era segura, ni sus hijos ni sus esposas sobrevivirían mucho tiempo ahora que él no estaba. Nos miramos de reojo, lentamente, desconfiados… Es curioso, hasta el mismo día anterior no habría temido ningún mal por parte de mis compañeros de armas durante más de once años de campañas constantes. Tras dar mis condolencias tomé un caballo y me retiré rápidamente de la ciudad, sabía que toda la zona babilónica estaba ya bajo el control real de Antígono y yo tenía muy poco que hacer allí, de prolongar mi estancia estoy seguro de que aparecería acuchillado en una sucia calleja lateral o arrastrado, sin vida, por las aguas de algún proceloso río vecino.

Ahora cabalgo con rapidez a través de los yermos desiertos persas hacia la que fue capital del gran imperio que habíamos conquistado… Persépolis, la hermosa, la grande, la siempre poderosa. Justo enfrente mío la pequeña ciudad, casi un pueblo, de Gaugamela me dará cobijo para la fría noche que se ya se avecina… ¡Que curioso! ¡Justo allí, hace tan poco tiempo, Alejandro fraguaba su destino tras la decisiva victoria contra Darío III! ¡Y allí empezaría el mío…!