He escrito muchas historias, relatos, poesías, aquí os iré colgando cada vez que pueda algunas de ellas.
Mi profesión
Es aquí donde centellean cada noche las estrellas y la luz de la luna alumbra mi semblante cansado. Aquí no hay sitio para valientes a menos que sueñen con lanzarse al vacío más aterrador. En este lugar sólo sobreviven los que resisten a la tormenta, los que tienen un alma atormentada y un odio por encima de todo al mundo en el que vive. Por mi parte, podría decir y contar a cientos de personas que han pasado por mi lado, que no soy más que un pobre vagabundo que deambula cada noche por las oscuras calles de un pueblo en busca de refugio y calor. Pero yo y él sabemos muy bien que no es así. Mis vestimentas están rotas y estoy más sucio que un cerdo, eso se ve y huele a distancia, pero hoy no es día para lamentos. Él me pide más y más comida, y yo no doy a basto con todo el lío que tengo ahora encima. De seguro sé que tendré que volver a actuar pronto, pero ya he dejado que varios más pasen por mi lado creyendo que soy ese hombre pobre y necesitado, es una tarea necesaria para la gran labor que conlleva mi profesión. La tormenta era inminente, y pronto estalló como el rugido de un león en el silencio de la noche. Y con él mi instinto más animal y podría también decir, profesional, si no fuese porque esto ya no me lo tomaba como un trabajo, sino como algo que mi organismo me pedía profundamente y mi corazón palpitaba a mil por hora cada vez que esta sensación llegaba a las lindes mi alma. El acto de nuevo ocurrió cuando pasó por mi lado un hombre viejo y cansado, con el rostro arrugado y demacrado por el tiempo, y una voz susurrante que denotaba cierta dificultad al exhalar el aire. Yo estaba refugiado como siempre bajo el manto oscuro de la noche y las estrellas, mis únicas y verdaderas amigas, esas que siempre brillaban cuando todo parecía triste y moribundo. Me abalancé calculando bien la distancia hacia aquel hombre con la fuerza de un tigre, haciéndolo caer al suelo. Antes me hube asegurado de que nadie pululara por los alrededores, mi trabajo era bien sencillo pero necesitaba calma y tiempo para alegrar mi instinto más salvaje. Tardé un par de horas en desgarrarlo y comérmelo prácticamente vivo, menos cuando arrancándole a mordiscos la yugular, supe que ya estaba muerto. Sus huesos se los di a él, mi viejo camarada, que los guardó en su guarida donde había cientos y cientos de ellos, algunos ya desgastados por los años. La lluvia incesante acabó lavando la única prueba de la existencia de aquel hombre, su sangre. Y cada noche mientras el animal jugaba con los huesos, me entretenía pensando en mi próxima víctima, y profesándole a mi alma el más profundo de los respetos, prometiéndole pronto una nueva cacería.
