ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal |-- de ------ de
1996
Hay un brillo inquietante en sus ojos cuando acuden
cada sábado a la cita. Llegan uno tras otro, casi
furtivamente, con sus cajas y reglamentos bajo el
brazo, como los miembros de una cofradia clandestina,
dispuestos a poner patas arriba la Historia. Algunos
son tipos timidos, solitarios. En apariencia,
incapaces de matar una mosca. Pero fiate y no corras.
Bajo su aspecto gris ocultan un corazón de tigre, y
cada fin de semana deciden sobre la vida y la muerte
de miles de seres humanos. Saben de heroismo, y de
coraje; y de encajar impávidos los azares del destino
y de la guerra, tal vez más que muchos de esos
militares de verdad que a veces se cruzan por la
calle, con su uniforme y sus medallas que a ellos les
hacen sonreir disimulada, esquinadamente, con mueca de
viejos veteranos.
Los jugadores de los llamados wargames o juegos de
guerra de salón nada tienen que ver con el
militarismo, o las ideologías. Del mismo modo que unos
juegan al tenis, otros al póker y otros a la herencia
de Tia Ágata, los aficionados al asunto, que es una
especie de ajedrez pero a lo bestia, reproducen sobre
tableros, con las fichas apropiadas, situaciones
estratégicas o tácticas de la Historia; y basándose en
complicados reglamentos, intentan darle las suyas y
las de un bombero a Rommel, por ejemplo, en El
Alamein; o compartir gloria con Napoleón en
Austerlitz; o dar la vuelta a la tortilla haciéndole
la puñeta a Anibal en Tresino, Trebia, Trasimeno y
Cannas. La forma usual es un terreno reproducido en
detalle sobre grandes tableros, y allí, con piezas,
soldaditos de plomo o fichas adecuadas, se desarrollan
los acontecimientos históricos y sus variantes, en
largas operaciones de un realismo asombroso que llegan
a durar horas, e incluso días.
Como masones, los adictos al género intercanibian
informaciones, reglamentos, experiencias. Hay
especialidades, por supuesto: artistas del combate
táctico a nivel de pelotón, capaces de batirse casa
por casa durante días en los alrededores de la fábrica
de tractores de Stalingrado, y genios de la logistica
que llevan tercios a Flandes por el camino español de
la Valtelina entre las diez de la mañana y las ocho de
la tarde de un mismo día. A algunos les gusta reunirse
en grupos, haciéndose cargo cada uno de un bando, o un
cuerpo de ejército, o de una simple unidad de
infantería; y otros prefieren habérselas de tú a tú
con el tablero o con la pantalla del ordenador, que
facilita el juego a solateras. En cuanto a sexo,
predomina el masculino; aunque no faltan mujeres como
la novia de mi amigo Miguel el hombre que más cargas
de caballeria ha ordenado en la historia de la
Humanidad , que es una moza dulce y apacible hasta que
el fin de semana, ante el tablero, se transforma en
una despiadada y lúcida táctica, capaz de cañonearse
penol a penol con el Victory, o putear al general
Dupont en Despeñaperros hasta que el maldito gabacho
pide cuartel y misericordia.
Son la leche. Cuando los ves descargar adrenalina en
sus excitantes aventuras finisemanales, compruebas
asombrado cómo se transforman ante el tablero para
compensar otra vida a menudo monótona, tal vez
insustancial. De pronto, inclinados sobre los
hexágonos del mapa, considerando los factores de
movimiento entre, Washington y Gettysburg o la
potencia de fuego de una división Panzer en los campos
embarrados de Smolesk, aflora toda la seguridad, toda
la pasión, todas las cualidades buenas o malas
reprimidas en el día a día: abnegación, buen juicio,
crueldad, rapidez, inteligencia, egoísmo, iniciativa,
sacrificio. Y comprendes que resulta imposible saber
lo que cada ser humano, incluso el de apariencia más
torpe, bondadosa, malvada o gris, atesora en su
corazón o en su cabeza.
Y además, comprendo el placer personal intenso,
fascinante, de hacerle trampas a la Historia. De
romperle los cuernos a Bismarck en Sedán, o destrozar
por fin los cuadros escoceses en Waterloo. 0 volver a
la oficina el lunes por la mañana y dirigirle al
imbécil de tu jefe una sonrisa enigmática que él nunca
entenderá, ignorante del momento de gloria infinita
que viviste a las tres de la madrugada de ayer,
cuando, tras doce horas de combate, encendiste con
mano temblorosa un cigarrillo para contemplar desde el
alcázar del Santísima Trinidad, entre los mástiles
derribados y los pasamanos hechos astillas, cómo ardía
la escuadra inglesa frente al cabo Trafalgar.