La niebla se extendía por la pradera mientras la luz del amanecer comenzaba a atravesarla perfilando grandes y solitarios árboles bajo un sudario de rocío. La vegetación alcanzaba en algunos lugares el metro de altura mientras en otros se alzaba apenas unos centrímetros.
Sin embargo eso no paraba la carrera de la banda de orcos. El grupo había ido menguando a lo largo del día anterior cuando un grupo de caballeros o los temidos murciélagos gigantes de los silfos se abatían sobre ellos desde el cielo donde segundos antes no había nada.
Hacía dos días que el gran jefe orco, Daern, había ordenado a la horda retirarse hacia el oeste para evitar ser aplastados por los traidores humanos que aliados junto a orcos y gnomos habían reunido un enorme ejército.
Y hacía dos días que la persecución continuaba. La caballería de los aliados de Adkyndia, unos humanos dirigidos por un tal Liksau, había sido la verdadera pesadilla. La caballería ligera les había perseguido en el primer momento alanceando con sus javalinas a los cobardes, o valerosos, elegidos para cubrir la retirada, y que no habían tardado en incorporarse a la misma.
Durante el resto de ese primer día la situación había ido empeorando, pues se habían unido los vengativos silfos que no dudaban en atacarles desde fuera de su alcance con sus javalinas y arcos cortos provocando un reguero de muertos.
De los cerca de cuatrocientos orcos del grupo original ahora quedaban poco más de un grupo de un centenar pero el día anterior eran el doble. Las ballistas habían sido abandonadas a pesar de las órdenes se transportalas de Daern y cuando el sol estaba en lo más alto y la caza era más despiedada el mago orco, Horn, había decidido que ya era hora de enfrentar su destino y junto a una veintena de agotados orcos habían plantado cara a sus perseguidores.
El enorme golem que obedecía al mago había sufrido los continuos ataques aéreos de los silfos pero entre su resistencia y los hechizos del orco la lucha se había prolongado hasta que el sonido de las explosiones de las bolas de fuego y el tronar de los rayos se desvaneció en el horizonte.
Nadie esperaba que hubieran sobrevivido pero les habían dado unas horas de respiro. Daern avanzaba a la cabeza de los restos de su horda cuando el chillido de las gaviotas le sorprendió, pasados unos minutos alcanzaron un alto acantilado en cuya base se estrellaban las olas y que al parecer carecía de ningún camino o sendero que permitiera descender.
El grupo se detuvo nervioso, empuñando las armas que aún no habían arrojado en la carrera y mirando en todas direcciones. La calima iba disipándose poco a poco aumentando si eso era posible el nerviosismo de los orcos a su mando de modo que Daern, maldiciendo su suerte y el carecer de ningún mapa de la zona, miró en ambas direcciones en las que se extendía el abrupto precipicio.
Intentando hallar la mejor ruta le llegaron los gritos de los más retrasados. Sus perseguidores les habían alcanzado. Sacando la cimitarra se dispuso a vender cara su vida...