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Artículo del New York Times
« en: 10 de Septiembre de 2006, 08:54:38 am »
The New York Times
Viernes, 11 de Septiembre, 2005



UN JOVEN SE LANZA DE UN RASCACIELOS Y LLEGA A TIERRA CONVERTIDO EN ANCIANO

Por William O. Smith


Lexington Avenue con la 63rd Este.

En la noche del miércoles 9 del presente mes de Febrero, los vecinos que viven en la esquina de Lexington Avenue con la 63rd Este despertaron sobresaltados por la luz azul y roja de los coches de la metropolitana y las sirenas de ambulancias y celulares. El cruce se cerró al tráfico desde las tres y media de la madrugada hasta alrededor de las cinco, tiempo que emplearon los servicios de limpieza en disimular los restos de sangre y cristales que salpicaban el asfalto mojado de la Avenida. Fue entonces, a las cinco, cuando un coche del servicio forense de la metropolitana se llevó el cuerpo del hombre atropellado para que previsiblemente se le realizara una autopsia de la que aún no tenemos noticias.

La noticia, en apariencia, no lo es. Un vagabundo que aparentaba estar más cerca de los noventa años que de los ochenta, desprovisto de todo documento identificativo, fue acometido brutalmente por un taxi ford Lincoln a las tres y siete minutos; arrastrado por el vehículo durante más de diez metros, el cuerpo del hombre quedó prácticamente irreconocible a causa de las quemaduras producidas por el rozamiento con el asfalto y las múltiples fracturas. Un anciano sin techo atropellado en la noche cerrada de la brillante Manhattan. Uno más. Una noticia insignificante. Si no fuera porque el anciano murió atropellado, en lugar de a causa del brutal impacto que debió recibir tras caer desde la azotea del  Barrie-Wilde Building. Pero, sobre todo, una noticia insignificante si no fuera porque en el momento de saltar, el anciano era apenas un muchacho de quince años.

La casualidad ha querido que el atropello de un vagabundo, una desgracia demasiado habitual en las calles de nuestra Gran Manzana, se haya convertido en un misterio irresoluble. Todo comenzó cuando uno de los helicópteros del servicio de control de tráfico se dirigía de vuelta al helipuerto pasando a escasos cincuenta metros de la azotea del  Barrie-Wilde. No era la ruta habitual que seguían los pilotos de aquel helicóptero en su regreso de todas las noches, pero las constantes nieblas de los últimos días habían obligado a los controladores de tráfico aéreo a trazar rutas alternativas que cubrieran la mayor parte de la distancia atravesando el río Hudson, o zonas despejadas como el cercano Central Park. Por causas aún desconocidas volaban a baja altura cuando el copiloto, capitán Mark H., creyó atisbar una figura humana en lo alto del edificio con los brazos en cruz. Sin acabar de creer en lo que había visto, la aeronave regresó dando un amplio giro y dio tres vueltas al rascacielos sin que ninguno de los dos hombres lograsen ver nada anormal. Pero el capitán Mark H. prefirió asegurarse, y encendió por precaución el potente foco alógeno de la parte anterior del helicóptero iluminando con él la corona del rascacielos justo en el momento en que un hombre saltaba al vacío de cabeza con los brazos en cruz. Tanto el copiloto como el piloto, el teniente Phillip L., vieron con claridad el cuerpo de quien parecía un hombre joven.

Dando un segundo giro el helicóptero buscó con su haz de luz al cuerpo que caía libremente hacia el suelo. De nuevo por casualidad, el potente foco topó con el cuerpo del hombre joven... y al iluminarlo de pronto, aquel cuerpo detuvo en seco su vuelo en picado y el muchacho, pues no había dudas de que era un joven de no más de quince años, quedó flotando en el aire frente a los dos desconcertados pilotos.
Tanto el capitán Mark H., como su subordinado el teniente Phillip L. coinciden sorprendentemente en sus descripciones del muchacho. Tal vez fuera el fuerte shock recibido quien fijara en sus mentes el aspecto del suicida, o el gran entrenamiento que estos grandes profesionales reciben y que los faculta a ver hasta los más pequeños detalles desde enormes distancias; lo cierto es que ambos vieron con claridad a un chico no muy alto, delgado en extremo y con largos cabellos negros completamente desordenados. Iba descalzo, los pantalones vaqueros parecían rotos a jirones en los camales y apenas se cubría con una camisa a cuadros, abierta pese al enorme frío de la noche. El chico, en apariencia asustado por la súbita aparición del helicóptero, trató de cubrirse de la luz con los brazos, y tras gritar algo que los dos pilotos no pudieron escuchar se volvió hacia los cristales del edificio, siempre flotando como lo hace un pato en un estanque.
Lo que sucedió a continuación es aún más extraño; el muchacho, en palabras de los dos pilotos, comenzó a "volar" en horizontal a gran velocidad. Sin pensarlo un segundo, el helicóptero trató de seguir al joven, pero la niebla densa que acompaña nuestras noches desde hace más de una semana impedía que los haces de todas las luces del aparato, ahora encendidas, localizaran de nuevo a su objetivo. Pocos minutos después, de entre lo que parecía un pozo negro de niebla y que, en palabras del capitán Mark H., debía ser en realidad el único pedazo de noche limpia a la vista, las luces dieron de nuevo con el muchacho volador quien caía ahora de nuevo en picado en dirección al suelo, justo frente al mismo edificio de donde había partido su imposible viaje.
A partir de este momento, la historia cambia de manos. Un sin techo que vive en las calles de New York desde los 20 –y quien se ha negado repetidamente a facilitarnos su nombre, en apariencia muy asustado–, y quien asegura pasar sus noches en algún lugar de Central Park pese a que sus puertas estén cerradas a partir de la una de la madrugada, declaró que aquella noche había abandonado su escondite porque tenía miedo de un grupo de vigilantes que, según sus palabras, gustan habitualmente de maltratar a los vagabundos que descubren durmiendo ocultos entre los matorrales del parque. Se encontraba en la calle 63 por casualidad, una más, de camino hacia el puente de Queensboro cuando vio caer del cielo una figura humana, girando sin control como si hubiera sido lanzada por una catapulta. El vagabundo, a quien llamaremos "John", quedó inmovilizado por la impresión: el cuerpo se precipitaba con gran velocidad hacia el suelo, y aunque a nuestro sin techo no le gusta ver sangre y siempre elude la visión de cuerpos malheridos en los accidentes, descubrió que no podía apartar la mirada de aquel cuerpo que estaba a punto de estallar contra el asfalto brillante a causa de la lluvia de la Lexington Avenue. Caía, caía, caía... Hasta que, a escasos dos metros de la superficie de la calle, el cuerpo quedó flotando por segunda vez. No podía ver bien los rasgos del hombre, porque la niebla se había espesado terriblemente; pero sí alcanzó a escuchar unas palabras, quizá un "¿quién eres?", aunque John no podría asegurarlo. Sí está seguro, en cambio, de que eran dos las voces.

Luego, todo acabó con fulgurante rapidez. El hombre cayó al suelo pesadamente desde esos escasos dos metros de altura sobre los que flotaba de forma absolutamente irracional; se levantó después con gran dificultad, con los movimientos laxos y sin definir de un anciano, y aún envuelto por la niebla nada pudo hacer para evitar la envestida del taxi Lincoln que, como antes se dijo, arrastró el cuerpo largo tiempo antes de detenerse. El taxista, conmocionado por el accidente, ha preferido no dar su nombre a este periodista, no sin confesar entre lágrimas no haber visto en ningún momento al anciano atropellado hasta un instante antes de sentir el golpe.

"El hombre muerto era un anciano", en palabras del joven Teniente de Detectives de la Policía Metropolitana Mike Brown, "un pobre vagabundo sin identidad ni familia conocida que ha terminado atropellado. Eso es todo. Y le aseguro a usted, cítelo si quiere, que los ancianos ni flotan en el aire ni vuelan. En ninguna dirección más que hacia abajo".
Citado queda, Teniente de Detectives Brown.

Les ha informado William O. Smith."

?En Italia, durante 30 a?os de dominaci?n de los Borgia, hubo guerras, terror, sangre y muerte, pero surgieron Miguel ?ngel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza hubo amor, fraternidad y 500 a?os de democracia y paz ?Y qu? nos ofrecieron? El reloj de cuco?.

Orson Welles.