Autor Tema: Un Chevrolet Impala del 68.  (Leído 4928 veces)

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Uve

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Un Chevrolet Impala del 68.
« en: 13 de Septiembre de 2006, 08:13:17 am »
((escena desarrollada entre el teniente de detectives Mike Brown y el periodista William O. Smith. Los personajes, cada uno por su lado, han llegado hasta éste coche tras escribir excelentes escenas que el Señor Uve colgará al final del juego en sus respectivas fichas. Enhorabuena a todos los jugadores: están haciendo un trabajo excelente))



EL TRÁFICO ESTABA IMPOSIBLE pese a la hora aún temprana de la tarde. La niebla de aquellos días, persistente, cabrona, no levantaba al amanecer, como de costumbre, sino avanzada la tarde. Luego, casi de forma invariable, volvía a aparecer a lo largo de la noche. Y así desde una semana atrás, con lo que el caos natural propio de la gran Manzana se había convertido en un infierno para los conductores, y la niebla que se había instalado en la ciudad en la principal causa de baja laboral de aquellos días.

El Chevrolet Impala del 68, que algún día había sido verde oliva, se movía a golpes con enormes dificultades; el Teniente de Detectives Mike Brown se aferraba al agarrador del pasajero como si fuera el único flotador a bordo del Titanic, sorprendido al descubrirse orgulloso de su propio coche, en el dique seco en un taller desde más de una semana atrás pero, al menos, vehículo producido en la era moderna y que ronroneaba cuando funcionaba, en lugar de rugir como un jodido tractor asmático. A su izquierda, al mando del Impala, el tal William Smith (había insistido en que le llamara Bill) tampoco parecía en muy buena forma; terriblemente castigado por los años, y habría cumplido más de sesenta, el tipo vestía como cuando su Impala era un prodigio de modernidad. Barba descuidada y entrecana, y destilando tanto alcohol por los poros que si hicieran soplar al detective Brown en un control de alcolemia le quitarían la placa, el señor Smith no mostraba el aspecto que pudiera uno esperar de todo un periodista del Times. Aunque la conversación era aún peor; desde el mismo momento en que aquel periodista abrió la boca por primera vez y las palabras salieron a borbotones mecidas por los vapores del bourbon, Mike Brown se arrepintió de haber entrado en el coche. Y de todos los pecados cometidos a lo largo de su vida.

Bill (llámame Bill) no hacía más que hablar. Ni siquiera parecía prestar atención a lo que sucedía más allá del parabrisas, joder, como si para hablar como un poseso sin decir nada necesitara de toda la concentración del mundo. Primero le dijo lo muy ocupado que estaba, con todo aquello de escribir artículos para el NYTimes, y lo muy ocupado que debía estar él mismo, un teniente de detectives en una Gran Manzana demasiado castigada por el crimen. El repaso que dio Bill Smith en apenas dos minutos a todas las clases de rateros y fuera de la ley que campaban por Manhattan era todo un ejemplo de sincretismo, por más que Mike no necesitara que se lo recordaran. El detective se ceñía a su comportamiento habitual: cabeceaba hacia abajo para decir sí, y gruñía de tanto en tanto para decir no.
Después, el periodista comenzó a hablar del extraño caso de noches atrás. Como si hubiera caso en toda aquella mierda. Del chico aquel, el vagabundo, tan nervioso y aterrorizado; seguro que ocultaba algo, decía el ambientador a Bourbon que conducía el coche. Instinto de periodista, repetía una y otra vez.
Lo cierto es que el propio Mike estaba íntimamente convencido de que el vagabundo había preferido no contar todo cuanto sabía. Claro que también estaba íntimamente convencido de que le importaba una puta mierda lo que pudiera contarle aquel pobre vagabundo: en los últimos dos días había tenido que soportar todo tipo de gracias regaladas por todo el departamento acerca de ovnis y monstruos del espacio exterior; si se enteraban de que seguía buceando en aquel asunto raro del demonio, acabarían colgándole un cartel en la espalda que dijera algo como "Yo Amo a Mr. Spock".

–...asustado no cooperaría.
–¿Perdón? –dijo Mike, perdido en su hilo de pensamientos.
–El muchacho. –Bill Smith sonrió–. No creo que le haga a usted demasiado caso... todos esos sin techo temen a la poli. Ya sabe.
–Ah. Bueno, no creo que tenga que preocuparse por ello.
–¿No va a seguir investigando...? –La sorpresa del periodista podía significar cualquier cosa, aun en el caso de que fuera fingida.
–¿Investigando, qué? –Mike miró al fin hacia su compañero, arriesgándose a emborracharse por osmosis–. Ahí no hay nada que investigar. El anciano cruzó la calle, se detuvo en el centro de un cruce por el cuál pasan los coches a toda velocidad durante la noche. El taxista aseguró no haberlo visto, nada raro si tenemos en cuenta toda esta puta mierda de niebla... Y fin del cuento.
–Pero teniente... –Bill parecía genuinamente desconcertado. Quizá debió pensar que Mike seguía investigando el asunto–. El anciano... quiero decir, aquel hombre volaba. Los dos pilotos de helicóptero...
–Se inventaron el cuento. Aquellos dos tipos no podían volar tan cerca del edificio; se recibieron quince llamadas a causa del ruido espantoso de sus rotores pasando cerca de los apartamentos del Barry-Wilde. ¿Sabía usted que los ordenaron regresar de inmediato a su helipuerto justo cuando se produjo el atropellamiento?
–No –dijo Bill bruscamente–. No mentían. Sé leer en los ojos de la gente, y aquellos dos no mentían.
–¿Sabe leer en los ojos de la gente? –Mike volvió de nuevo la vista al frente, sin sonreír. Mal leería aquel tipo con media producción de whisky nacional en la sangre. Pero tenía razón: él también estaba seguro de que los pilotos no mentían, de que el vagabundo no mentía, y de que había algo muy raro en todo aquello. Aunque se había cuidado de no mencionar todo aquello en el informe–. Así que sabe leer en los ojos de la gente... ¿Y qué piensa hacer usted en todo esto, Bill? ¿Para qué me necesita?
El periodista se tomó su tiempo. Bajó la ventanilla de su lado pese al frío y trató de despejarse. La euforia lo había desorientado; había planificado la entrevista con cuidado, basándola en el supuesto de que el detective estaba interesado en el asunto. Pero aquel trozo de madera seca no parecía interesado en nada de nada. Tomó aire por última vez.

–¿Fuma, teniente?
–Sí. Eh... no. Joder, estoy dejándolo.
–Lástima. Pensé que tendría algún cigarrillo. Mire, creo que el chico oculta algo, y que quiere quitarse ese peso de encima. Estoy convencido de ello, señor Brown.
–¿Y qué si es así? No veo en qué puedo ayudarle.
–Necesito el nombre del chico. No me lo dio, pero sé que a usted sí; no le quedaría otro remedio que hacerlo, si le tomó declaración...
Mike asintió.
–Me dio un nombre, pero no tenía ni un solo documento de identificación encima. O eso dijo. Por otra parte, podría haber asegurado que se llamaba Clark Kent, natural de Smallville, y hubiera tenido que anotarlo en el informe del mismo modo.
–Necesito el nombre. Pensé que podríamos colaborar de algún modo, pero no sé qué puedo ofrecerle a cambio. Salvo discreción, por supuesto.
–¿Discreción?
–Discreción. No mezclarlo a usted con el asunto, ya sabe, ni devolver su nombre a los rotativos; estoy seguro de que lo prefiere así.
–Bill –dijo Mike sonriendo, de nuevo mirando a su interlocutor–, ¿está usted amenazándome?
–De ningún modo –replicó el periodista devolviendo la sonrisa–. Jamás se me ocurriría hacer algo así. ¿Me dará el nombre?
Mike Brown asintió, de nuevo serio como una barra de acero. Buscó en el interior de su americana y tomó un paquete de Luke, del cuál sacó un chicle.
–¿Quiere uno...? No ponga esa cara, son sin azúcar. –Mike señaló con la mano hacia la derecha–. Tome esa salida; creo que hoy visitaré a mi hermana en el centro. Y ahora escúcheme con atención.
–Adelante.
–Escuche, no hable. Descuide, será poco tiempo. Y estacione ahí, detrás de la camioneta.

El Chevrolet Impala del 68 frenó con cuidado, sin chirriar demasiado. Bill prefirió no detener el motor, para que la calefacción siguiera funcionando sin viciarse ni gastar demasiado una batería que necesitaba ser cambiada desde antes de la guerra del golfo. De la primera guerra del golfo. Ambos hombres se miraron; el teniente Mike Brown tomó al periodista del hombro, quien se sintió impresionado por la enorme fuerza que había latente en los dedos de aquel cuarentón sin apenas cabellos.
–Me mantendrá informado –dijo el detective–. De todo lo que averigüe. Yo no voy a molestarlo a usted, pero me mantendrá informado.
–Por supuesto, detective. Pensaba hacerlo en cualquier caso.
–Es el precio por el nombre del chico. Nada más, y nada menos. Y le advierto de algo, mi padre era irlandés y mi madre siciliana. Así que no trate de engañarme, y no trate de engañarse usted al respecto de mi placa. Si me toca los huevos, se los cortaré.
–No creo que sea necesario que...
El detective abrió la puerta, necesitando empujar con fuerza para que funcionara al fin. Después salió y se asomó al interior.
–El chico se llama Kane. Kane Smith. A lo mejor ustedes dos hasta son familia –dijo sonriendo. Después regresó a su acostumbrada seriedad–. Tenga cuidado, Bill: el mundo de los Sin Techo es un mundo peligroso y muy cerrado. Si necesita ayuda –dijo alargándole una tarjeta–, llame a mi número personal.
William O. Smith tomó la tarjeta y la observó durante dos largos segundos. Luego la dejó en el interior del bolsillo de uno de los parasoles del coche. Tendió la mano hacia el detective, quien la tomó con fuerza.
–Detective Brown... creo que sí necesito algo de ayuda.
–¿Cómo? –Mike frunció el ceño, sorprendido.
–Gasolina. ¿Podría prestarme unos dólares...?

?En Italia, durante 30 a?os de dominaci?n de los Borgia, hubo guerras, terror, sangre y muerte, pero surgieron Miguel ?ngel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza hubo amor, fraternidad y 500 a?os de democracia y paz ?Y qu? nos ofrecieron? El reloj de cuco?.

Orson Welles.