Concursante: Alarico
Raza: Atlantes
RELATO ATLANTE
“Saludos, desconocido lector. Mi nombre es Synnëdir, y si mis congéneres descubrieran alguna vez la existencia de este relato sin duda prontamente sería condenado a muerte. Aunque eso poco importa. Porque en el caso de que algún día llegasen a leerlo yo ya estaré muerto. Mi ciudad natal se llama Myl-Ablos, situada en el fondo del mar y hogar de mi raza, los atlantes. Probablemente nunca hayas oído hablar de nosotros, quizás como una leyenda. Pero existimos, como pueden asegurar los que ahora me rodean. Mi cometido es relatar aquí mi historia. Estos seres, estos humanos, que me han acogido en su grupo son muy exigentes. “Cuenta”, dicen. “Queremos saber”, recalcan. Y yo cuento, en su tosco idioma común mi historia. “Escribe”, dicen. “Queremos recordar”, recalcan. Y eso es lo que hago ahora. Probablemente lo último que haga en mi triste vida.
Mi padre era lo que se solía llamar en Myl-Ablos un “acomodado”. Esto quería decir que poseía una enorme riqueza, pero que carecía de reconocimiento nobiliario. Mi existencia, por lo tanto, siempre fue sencilla, desde que tengo uso de razón. M padre gestionaba sus ricas minas y yo crecía disfrutando de las maravillosas oportunidades de ocio que brinda la incomparable Myl-Ablos. Al crecer, mi padre comenzó a introducirme en el negocio familiar, y empecé a combinar largos viajes a nuestras minas con épocas de salvaje entretenimiento. Porque según me hice mayor, fui descubriendo un lado más desenfrenado del ocio de Myl.Ablos. Supongo que la mayor parte de nuestra sociedad podría considerarme un decadente o un hedonista. Es muy posible que lo fuera. Pero tuve suerte. O no. Es algo muy difícil de determinar con todo lo que sucedió después. Quizás la verdadera fortuna habría sido caer muerto en alguna desenfrenada celebración, harto de placer y gozo. Pero no. Abrí los ojos. Y comprendí que aquella existencia no satisfacía mis anhelos, no llenaba mi existencia. Así que decidí buscar otras cosas que me permitieran realizarme. Cambié de amistades, y empecé a frecuentar los llamados círculos cultos. Y comencé así a acudir a la explanada del Templo, a participar en las reuniones a los pies del gran edificio, a escuchar la oratoria de las personas más instruidas de la ciudad. Maldito el día que empecé a hacerlo. Porque así fue como la vi.
El Templo al Gran Dios Sardina es el más fabuloso y magnífico edificio de todo Myl.Ablos. Su enormidad, su majestuosidad y su profusión de detalles permiten poder contemplarlo durante horas enteras descubriendo nuevos detalles, siempre fascinantes. La entrada al Templo está precedida de una gran escalinata, a la que se accede desde la gran Plaza del Templo. El espacio abierto es tan amplio que se puede decir que es el alma de Myl-Ablos. Allí se comercia, se hace política, se escala socialmente....... en definitiva, se vive la vida de la ciudad. Y allí estaba yo. Con un grupo de amigos, sentados al comienzo de la gran escalinata, observando a un grupo de ancianos que discutía vehemente acerca de lo acertado o no de cierta subida de impuestos ordenada por el rey. Entonces desvié la vista, paseando la mirada por la plaza primero, por la escalinata después. Y entonces la vi. Descendía la escalinata gracilmente. Su hermoso cabello reflejaba en cálidos destellos la luz proveniente de las cúpulas. Su cuerpo descendía por la escalinata con la flexibilidad y la gracia de una estrella de mar. Y su voz..... Hasta mi llegaba, cantarina como el agua de una arroyo, junto a su risa, la esencia del gozo, descendiendo onduladamente por las escaleras, mientras hablaba y reía con las damas que la acompañaban. Mi corazón ya no latía. El tiempo ya no transcurría. El mundo ya no existía. Así descubrí a la razón de mi existencia.
Ella pasó frente a mi sin tan siquiera mirarme, y desapareció junto a su compañía entre la multitud de la plaza.
- Muy alto apuntas, mi querido amigo. –
La voz era de mi amigo Esturnayies, la persona más sensata y juiciosa que nunca he conocido. Ojalá hubiera hecho más caso de sus consejos.
- ¿Sabes quién es? – le pregunté ansioso, aún hechizado.
- Lo sé. – me respondió. – Su nombre es Lady Authenlÿnne, la hija del Comodoro. Su única hija. – Mi amigo recalcó esas últimas palabras.
El corazón me dio un vuelco. En verdad no había nada que hacer. Todo el mundo sabía que la cola de pretendientes de esa muchacha era interminable, y que su padre sólo consentiría que se casara con el más noble, rico y poderoso de todos. Y yo, a pesar del dinero de mi padre, ni era noble, ni era poderoso.
- Muchacho, no te preocupes. – mi amigo me golpeó el hombro amistoso. – Estas damas de alto linaje son como estatuas. Bellas y fascinantes, pero frías como el mármol. No como las mujeres que nosotros frecuentamos. Bellas y fascinantes, y ardientes como el fuego de Absablo. -
Un coro de carcajadas siguió a esta declaración de mi amigo, pues el resto del grupo se había vuelto hacia nosotros. Pero yo no reí. Volví la vista hacía la multitud entre la que había desaparecido la joven dama, intentando discernir qué era la extraña sensación existente en mi pecho. Por qué de pronto parecía como si existiera un enorme vacío en mi interior.
La noche fue interminable. El sueño esquivo. Su rostro, su voz, su manera de moverse. Todo ante mi, como una obsesión. Nunca antes había sentido nada parecido. Y lo peor de todo era saber que lo más probable es que nunca volviera a verla, y aunque no fuera así, sin duda era imposible que yo pudiera llegar a conocerla. Pero esos argumentos no bastaban para apartarla de mi mente y de mis pensamientos.
Pero el destino toma muchas veces caminos sorprendentes e inesperados. He de decir que mi acercamiento hacia los círculos cultos de Myl-Ablos había tenido una consecuencia inesperada. Aparte de mejorar mi formación cultural, aunque mi padre se encargó de proporcionarnos una exhaustiva educación que yo no desaproveché del todo. La consecuencia a la que me refiero es que ciertos progenitores preocupados por la formación de sus retoños acudieron a mi para que ejerciera de tutor de los mismos y les instruyera. Esto puso bajo mi tutela a algunos jóvenes, chicos y chicas, de las más diversas edades. Y me brindaba además un sobresueldo para mi uso particular. El hasta hacía relativamente poco joven decadente y despreocupado tenía que encargarse ahora de formar individuos. Sin duda tenía su gracia. Pero aquella mañana iba a perder toda la gracia. Mi padre me avisó que tenía visita. Yo estaba en el jardín trasero, leyendo un reciente tratado sobre minería. Dejé mi lectura y me dirigí a la estancia donde solía impartir mis clases y recibir a mis potenciales alumnos. Y allí estaba ella.
No estaba sola, pues le acompañaba su padre, pero cuando marcharon habría sido absolutamente incapaz de reconocer a su progenitor si volvía a encontrármelo. Sólo tuve ojos para ella. Estaba magnífica. Era preciosa. Mi mente vagaba en una nube, mientras su padre, pues ella no abrió la boca, me comentaba cómo le habían llegado buenas referencias sobre mi y cómo había decidido que era la persona adecuada para terminar de formar a su hija antes de entregarla en matrimonio. Yo apenas recuerdo el haber aceptado, determinando unos días y horas para las clases (días y horas que afortunadamente anoté en el cuaderno al efecto. Si no posiblemente ni hubiera sabido cuáles eran). Acordamos la cantidad a pagar y se marcharon. Yo me quedé embobado en la puerta viendo cómo se alejaban. Hasta que volvió a desaparecer de mi vista.
Esa misma tarde comentaba el acontecimiento con mi amigo Esturnayies, en una taberna que solíamos frecuentar.
- Vaya. ¿Quién te iba a decir que volverías a verla? – su expresión era indescifrable, aunque su tono denotaba una cierta perplejidad. - ¿Y cuándo das tu primera clase? -
- Mañana. –
- Bueno. Pues si quieres mi consejo, como amigo, ni se te ocurra hacer nada. Da tu clase, igual que al resto de tus pupilos, sé profesional, amable y todo lo demás. Pero ni se te ocurra hacerte ilusiones de que pueda haber nada más entre vosotros. ¿Entendido? Si no lo haces así lo único que vas a conseguir son problemas. Y esos problemas son de los de terminar muriendo de sed y calor en mitad del desierto. ¿He sido claro? -
- Sí. – No sólo fue claro, sino clarividente. Pero eso lo supe sólo mucho tiempo después.
Aquel día me preparé como si fuera una clase normal. Estaba decidido a seguir el consejo de mi fiel amigo. Nada de problemas. Mente clara y despejada. Hasta que mi corazón sufrió un vuelco cuando oí que llamaban a la puerta. Era ella.
Entró en la habitación con la delicadeza de un ángel. Sus rubios cabellos desparramados sobre sus hombros, sirviendo de maravillosa aureola a su maravilloso rostro. Y sus hermosísimos ojos, azules como el agua del Pilón, observando cada uno de mis movimientos. Todo iba más o menos bien hasta que hice un comentario sobre lo curioso que me resultaba que su padre me hubiera elegido a mi, pues había tutores mucho más preparados para una tarea como esa. En ese momento se precipitó todo.
- En realidad no fue mi padre quien te eligió. – Su cristalina voz inundó toda la habitación, y sus palabras paralizaron mi corazón.
- ¿Perdón? – conseguí susurrar.
Su risa embriagadora terminó de desarmarme del todo.
- Tú crees que aquel día en las escaleras del templo ni me fijé en ti. Pero bien que me di cuenta cómo me mirabas. Y esta es la única forma que se me ocurrió de poder conocerte, salvando así las barreras que nos separan. -
Increíble. Absolutamente increíble. Sus labios se curvaban en una pícara sonrisa, mientras se levantaba y se acercaba a mi, acorralándome contra la pared.
- ¿Crees en el amor a primera vista? -
Yo ya no sabía ni donde estaba, como para saber lo que creía o dejaba de creer. Sentir su cuerpo tan próximo al mío había enloquecido mis sentidos. Asentí. Nos besamos. Sus labios eran como una fuente y yo no podía dejar de beber de ellos. Así comenzó todo. En aquel momento nos convertimos en amantes.
Al despedirnos, ya en la puerta, se volvió hacia mi:
- Esto debe ser un secreto. – Su voz apenas era un susurro. - ¿Lo comprendes verdad? Ningún intento debes hacer por verme, aparte de las clases. Pero recuerda que aunque no esté a tu lado siempre estás en mi corazón. -
Y se alejó, calle abajo. Yo volví a entrar en la casa. Tenía en la cabeza un lío tremendo. Un cúmulo de emociones que amenazaban con hacerme perder el juicio. Me eché en mi cama, con la cabeza a punto de explotar. Afortunadamente, conseguí quedarme dormido.
Al día siguiente quedé con mi amigo Esturnayies. Ella dijo de mantenerlo en secreto, pero Esturnayies era mi amigo y él no me traicionaría. Le conté lo que había sucedido el día anterior. Mientras se lo contaba él me miraba impasible. Esturnayies se consideraba un filósofo, y había decidido adoptar una actitud pétrea ante los avatares de la existencia. Todo lo racionalizaba y raro era conseguir que se alterara.
- Acaba con esto ahora que estás a tiempo. –Me dijo. – Antes de que se te escape de las manos.-
- ¿No lo entiendes? – le dije yo. – Creo que estoy enamorado. Y ella también me quiere. ¿Dónde está el problema? -
- ¿De verdad crees que todo es tan sencillo? ¿Piensas que ella va a renunciar a todo lo que tiene por ti? El amor es algo muy bonito, pero no lo es todo en esta vida. Desengañate. Lo que tú buscas será lo único que ella no te dará. -
- No. Te equivocas. Si es necesario ella renunciará a todo lo que tiene por mi. Lo sé. -
Pasaron los meses y Authenlÿnne y yo continuamos nuestra relación, viéndonos exclusivamente en las horas de clase. Todos mis intentos por tratar de llevar nuestras conversaciones hacia nuestra relación eran hábilmente evitados por ella. El tiempo pasaba y nada más obtenía yo de ella que lo que ya tenía.
Un día Esturnayies llegó a mi casa. Agarrándome del brazo me llevó hasta mi habitación. Allí me dijo que me sentara. Yo estaba atónito. Su rostro era más sombrío de lo habitual.
- ¿Te has enterado? – me preguntó.
- ¿De qué? -
- El amor de tu vida se ha comprometido en matrimonio. -
El corazón se me detuvo. No. No podía ser. No sin haberme dicho nada.
- El afortunado es el primogénito de Lord Dilyuneari, gobernador de Myl- Adran. Así que no sólo se casa, sino que también se va de la ciudad. -
No sentía mi cuerpo. Estaba como dormido. Sentía latir tan lento mi corazón que por un momento pensé que me estaba muriendo.
- ¿Cuándo? -
- El enlace está previsto para la primavera, en Myl-Adran. Te avisé de que esto ocurriría. -
- No ocurrirá. Ella no se casará con ese imbécil. Yo me aseguraré de ello. -
- Cálmate. No digas tonterías, ¿vale? No puedes hacer nada. Ella lo tenía muy claro desde el principio. Nunca he comprendido cómo podías estar tan ciego para no verlo. -
Salí de mi habitación y de mi casa. Necesitaba andar, huir de la noticia que Esturnayies, cual ave de mal agüero, había llevado a mi casa. Las lágrimas pugnaban por saltar y recorrer mi rostro, y sólo con un gran esfuerzo podía contenerlas. Avanzaba cada vez más deprisa. Hasta que vi una taberna. Entré, sin dudarlo. Pedí una botella de Elquits, el licor más fuerte que se podía beber en Myl-Ablos, hecho a base de algas y plancton fermentados. Nada más recuerdo de aquel día.
El siguiente día que teníamos clase ella llegó puntual como siempre. Hermosa como todos los días que había venido a mi casa. Pero no encontró frente a ella a su solicito amante. Mi rostro serio, como nunca antes lo había visto, la puso inmediatamente en guardia. Y supo que yo ya me había enterado de la noticia.
- Lo siento mucho. De verdad. – Su rostro compungido, sus manos suplicantes, sus ojos llorosos. – Te lo iba a decir, de verdad. Pero veo que las noticias vuelan en Myl-Ablos. -
Mi rostro permanecía pétreo, pero mi corazón latía a un ritmo más acelerado del que desearía. ¿Qué extraño hechizo atrapaba mi mente y mi cuerpo, que incluso en aquellas circunstancias no podía enfadarme con ella?
- Nada desearía más que poder casarme contigo. Pero no puedo. Es algo que siempre has sabido. Hay cosas que por desgracia están por encima de nuestro amor. Yo siempre te querré, pero no podemos estar juntos. -
La miré fijamente a los ojos. Y en ese momento lo vi todo claro. Si seguía con nuestra relación clandestina lo único que iba a conseguir era desazón, pesar y dolor. Si ponía fin a lo nuestro en ese momento era consciente que aparte de no ser capaz de olvidarla, lo único que iba a obtener era desazón, pesar y dolor. Estaba condenado. Maldito por unos Hados crueles, que a lo largo de mi existencia siempre me habían robado la posibilidad de ser feliz. Sin ser muy consciente de lo que hacía la acompañé a la puerta de mi casa y la eché de mi vida, intentando ignorar las lágrimas que corrían por sus mejillas y que se clavaban como puñales en mi alma. Llorando, se marchó.
La depresión consecuente preocupó tanto a mi padre que hizo llamar a los mejores médicos de Myl-Ablos, creyendo que mi mal era algo físico. Sólo Esturnayies comprendía la raíz de mi dolor. Y por eso trataba de animarme, trataba de sacarme de casa, de que retomara mi vida. Y a pesar de mis desplantes, reproches e insultos, venía día tras día, la preocupación en su rostro, pero absolutamente convencido de que no había mal que el tiempo no curara. Y aunque en eso último estaba equivocado, poco a poco consiguió que abandonará mi auto impuesto letargo y que retomara, al menos en parte, mi vida anterior. Poco faltaba ya para que la anual corriente cálida del sur rodeará nuestra ciudad, provocando una subida de las temperaturas y el reflorecimiento de las enormes variedades de plantas que poblaban los jardines de todo Myl-Ablos. El equivalente a la primavera de la superficie, que curiosamente sucedía por la misma época. Esturnayies, ante mi aparente mejoría, pensó que la depresión había pasado y que la había borrado ya de mi mente. Pero nada más lejos de la realidad. No había día que ella no ocupara plenamente mis pensamientos. Y un plan comenzó a formarse en mi mente. Una mente enferma, como ahora reconozco. Hechizada.
Y así, una semana antes del enlace de Lady Authenlÿnne, cogí a mi amigo Esturnayies del brazo y le dije que debía acompañarme a Myl-Adran. En la única ocasión que conseguí ver a mi amigo sorprendido, Esturnayies tardó un poco en comprender lo que eso significaba. Pero inmediatamente se repuso y, como yo ya había esperado, empezó a protestar y a negarse, aduciendo que había perdido el juicio y que no sabía lo que decía. Sin darle ningún detalle, le dije que tenía intención de ir a Myl-Adran con él o sin él. Pero que preferiría ir con él. Me miró, pensativo, durante un rato, y aceptó a acompañarme. Creo que pensaba que yendo conmigo podría evitar que cometiera alguna locura.
Yo nunca había abandonado el fondo marino, así que visitar la ciudad emergida de Myl-Adran fue para mi un auténtico impacto. Pero a los dos días de recorrer sus calles ya me había acostumbrado algo al deslumbrante y cegador sol, así como al áspero y molesto viento. Esturnayies parecía un poco más tranquilo porque yo sólo parecía mostrar interés por el turismo, recorriendo las zonas más atractivas de la ciudad y probando sus novedosos platos, hechos con la carne de animales terrestres y con curiosos vegetales. Pero en mi mente poco espacio había para esas cosas. Sólo existía una fijación. Simplemente aguardaba a que el momento llegara. Y el momento, finalmente, llegó.
El día anterior al enlace se celebró, como era tradición entre la nobleza atlante, una especie de banquete-recepción, donde los notables locales que no habían conseguido ser invitados al enlace podían acudir a desear los mejores parabienes a la pareja. Así, en el fabuloso jardín de la mansión del Gobernador se instalaron largas mesas y un pequeño estrado, donde los novios podrían recibir a sus invitados. A pesar de que se tratara del hijo del Gobernador, la ausencia de amenazas potenciales hacía que la seguridad, aunque numerosa, no fuera muy eficiente. Lo que fue en mi favor para poder ejecutar mi plan. Mi amigo Esturnayies dormía profundamente en nuestros aposentos, bajo los influjos de una suave droga que yo había tenido buen cuidado de proveerme. Y yo, con mis mejores galas y aspecto resuelto, me encaminaba a la recepción. Como bien supuse, el control sobre los invitados se basaba única y exclusivamente en una premisa: cualquiera que tuviera el dinero suficiente como para comprarse ropa de lujo debía estar invitado. Así que pude entrar en la residencia del Gobernador sin ningún tipo de problemas. El día era espléndido, soleado y caluroso. Y los invitados charlaban amistosamente alrededor de las mesas del jardín, bebiendo y comiendo las ligeras viandas.
Los novios estaban sobre el estrado, junto a sus respectivos padres. Authenlÿnne estaba radiante, con un fabuloso vestido y una hermosísima sonrisa en su rostro. A su lado su futuro esposo. Un hombre alto y apuesto, pero que tenía pinta de no ser más listo que un salmón. O eso me pareció a mi. Como quien no quiere la cosa me situé en la cola de gente que aguardaba para presentar sus respetos a la feliz pareja. Mientras avanzaba lentamente no pude dejar de fijarme en los ballesteros que situados en lo alto de la vivienda vigilaban a los invitados, mientras paseaban por el tejado de la casa. A la entrada de la vivienda un grupo de guardias vigilaban para que ningún invitado paseara a sus anchas por la casa. Conforme me acercaba al estrado hundí un poco más sobre mi frente el sombrero que había adquirido el día anterior con la excusa del sol y el calor. Así mi rostro quedaría cubierto hasta que ya no importara. Orgulloso porque mi decisión, en contra de lo que me había temido, no flaqueaba, llegué ante los novios.
A pesar de mi supuesto talante cultivado, había numerosas materias sobre las que era un ignorante. Y como se demostró aquel día, las drogas era una de ellas. Temeroso de hacer daño a mi amigo Esturniayes, la dosis que le di para que durmiera mientras llevaba a cabo mi plan fue demasiado pequeña. Así, al poco de abandonar yo la casa se despertó, desorientado. Pero mi amigo no tenía un pelo de tonto, y pronto se dio cuenta de lo que aquello significaba. Así, cuando me planté frente a los novios, cuando ese maldito imbécil comenzó a volver su rostro para mirarme, cuando ya mi mano extraía de mi bolsillo el puñal que no se había separado de mi en la última semana, cuando me disponía ya a matar a aquel pelele ciego por una furia asesina, un estentóreo grito llamó la atención de todos. Era mi amigo Esturnayies, quien corría hacía el estrado, seguido por dos guardias que trataban de darle alcance. Yo vacilé. La presencia de mi amigo me desorientó. El puñal estaba ya claramente a la vista, y el novio lo contempló, dándose cuenta de lo que significaba. Lo vi en sus ojos. Me lancé hacia delante, dispuesto a asestar una puñalada mortal en el corazón. Pero el maldito, ya advertido, reaccionó con rapidez. Alzó los brazos para defenderse, tratando de empujarme, y todo lo que conseguí fue propiciarle un largo pero poco profundo corte en su costado. Debido a su empujón, tropecé y caí al suelo. Los gritos y el caos se adueñó del jardín.
Los ballesteros del tejado, advertidos por el griterío, se encontraron con mi amigo Esturnayies corriendo hacia el estrado, conmigo tirado en el suelo, y con el novio sangrando profusamente por el corte. Así que comenzaron a disparar sus venablos en un intento absurdo y estúpido de restablecer el orden. Yo apenas era consciente del peligro que entrañaban las saetas arrojadas desde lo alto, y levantándome me arrojé otra vez sobre el novio, que permanecía todavía en pie. Pero ahora ya estaba preparado, y demostró ser un hombre de arrestos, pues me esperaba a pie firme y armado con una brillante espada. Mi puñal poco podía hacer ante aquello. La situación estaba muy lejos de desarrollarse como yo tenía previsto. Pronto el cazador se convirtió en presa, y me vi forzado a esquivar los ataques que me lanzaba con su letal arma. Mientras oía los gritos de mi amada, pues caído mi sombrero no había tardado en reconocerme. Aunque quizás no gritase por mi, sino por él. No lo sé. La situación se tornaba insostenible. No podría esquivar mucho más las acometidas de mi adversario. Basculé hacia el estrado. Los padres de los novios habían corrido en busca de la guardia del Gobernador, pero mi amada seguía en el estrado petrificada. Corrí y cobré ventaja de mi perseguidor. Pero al alejarme del novio los ballesteros del tejado volvieron a tomarme como blanco. Los venablos caían a mi alrededor, infames portadores de muerte, conforme me acercaba hacía Authenlÿnne. Un grito llamó mi atención a mi derecha. Era el padre de mi amada, que con gritos y profusos aspavientos se dirigía hacía los ballesteros. Él se percató de un peligro que yo no percibí hasta que fue demasiado tarde.
Cuando me encontraba ya a pocos pasos de Authenlÿnne vi como su cuerpo se convulsionaba, una, dos y tres veces, y caía, inerme, en el suelo. La impresión hizo detener mi carrera. De hecho, pareció como si el tiempo se hubiera detenido en aquel jardín. Los ballesteros dejaron de disparar, el novio y el padre de Authenlÿnne se quedaron petrificados, y sólo yo me movía, avanzando lentamente hacía el cuerpo que yo más adoraba en este mundo. No sentía nada. Ni siquiera era consciente del venablo clavado en mi hombro, ni de la sangre que se deslizaba hasta el suelo por mi brazo. Así llegué junto al cuerpo de mi amada. Sus hermosos ojos estaban cerrados, para siempre ya. De su cuerpo sobresalían tres venablos, ensartados tan certeramente que su muerte debió ser inmediata. No era así como yo lo había planeado. No era así como debía terminar todo. Las fuerzas me abandonaron. Me derrumbé junto a su cuerpo, las lágrimas recorriendo mi rostro. Agarré su hermosa cabeza y la reposé sobre mis piernas. Acaricié sus largos cabellos, cubiertos de sangre, mientras sentía como mi corazón se partía en mi pecho. Alcé la cabeza, para contemplar entre lágrimas lo que me rodeaba. El jardín estaba prácticamente vacío. Los invitados habían huido. El padre de Authenlÿnne era sujetado por integrantes de la guardia, mientras intentaba desesperadamente correr hacia los ballesteros para matarlos uno a uno. O por lo menos eso es lo que les gritaba. El padre del novio estaba más preocupado por la salud de su hijo, y se situaba junto a él, intentando que se sentara para que le atendieran. A unos cien metros pude ver el cuerpo de mi amigo Esturniayes. Estaba sentado en el suelo, la espalda apoyada contra la pata de una de las mesas del jardín. Dos venablos sobresalían de su pecho y aunque vivo todavía, respiraba con enorme dificultad. Nuestras miradas se cruzaron por un instante, y pude ver en su rostro esa expresión que tantas veces había visto ya. Esa indescifrable pose, que parecía venir a decir “¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¿Cómo es posible que dos personas cultas y racionales como nosotros estemos en semejante brete?” Al instante cerró los ojos. Y yo, desgajado por el dolor, hundí mi rostro entre los cabellos de mi amada, a la que sólo conseguí dar la muerte.
Para mi desgracia no acabaron piadosamente con mi vida en aquel momento. La verdad es que el incidente causó mucho revuelo, tanto en Myl-Adran como en Myl-Ablos. Mi juicio fue todo un acontecimiento. Y mi condena celebrada por todos. A nadie le importó los motivos por los que había actuado como lo hice. Sólo les importaba lo que ocurrió. Y así se me condenó al destierro en el desierto. La muerte cierta para un atlante. Como predijo mi amigo Esturniayes. Porque a pesar de haber encontrado a este grupo de humanos que me observa curioso e interrogante no hay salvación para mi. Muero lentamente, día a día, consumido por el sol, por el calor, pero sobre todo por la pena y la culpa. No merezco otro fin por lo que hice, y lo anhelo ya, para que cese este dolor insufrible que acongoja mi alma y perturba mi mente. Y sé que dentro de poco vendrá por fin el eterno reposo, donde espero al fin encontrar la paz. Y a ti, desconocido lector, espero que mi historia no te haya resultado aburrida. Reflexiona sobre lo que hay aquí escrito y reza una oración a tu Dios por mi alma. Seguro que lo voy a necesitar.”