LAS CENIZAS DE UN IMPERIO
Alejandro paseaba, inquieto, por su dormitorio. Bien podría pensarse que el calor, o los insidiosos mosquitos, que no respetan a tan insigne figura, estaban impidiendo el justo sueño del más poderoso emperador del momento. Pero un ingenioso sistema de agua vaporizada, un extrañísimo invento recién traído de Babilonia, mitigaba el sofocante calor de la habitación y los molestos insectos eran ahuyentados por un caro incienso persa, que había recorrido miles de kilómetros para contribuir al descanso del monarca.
El vasto imperio que gobernaba este hombre poseía grandes recursos para solucionar todos sus problemas. Sin embargo, esa era precisamente la cuestión que le quitaba el sueño.
Cuando su imperio era reducido, dormía en la misma tienda que sus generales. Compartían el rancho, cabalgaban juntos, y se lanzaban todos a la batalla con la misma pregunta en la cabeza. "¿Será hoy cuando llegue mi hora?".
Alejandro confiaba en sus generales y su armadura, porque no tenía nada más para salvaguardar su vida. Eran jóvenes, tenían toda la vida por delante... que bien podía ser un suspiro. Grandes enemigos y Grandes victorias.... ¡¡El mundo era suyo!! Sus grandes rivales fueron aniquilados, como lo fue en su tiempo Tebas, arrasada hasta los cimientos para castigar su rebeldía.
¡Ahh!... que grande era la vida en aquella época.... y qué oscuros nubarrones se cernían ahora sobre él.
Sus ojos divagaron al bruñido y lujoso peto que estaba en un rincón de la sala. Un peto metálico, con intrincadas figuras, y del metal más fino y reluciente producido en una de sus minas. Lo miró, lo cogió con su mano... y lo arrojó al suelo, con una mueca de desprecio. Abrió el arcón sobre el que reposaba su armadura de gala, y allí encontró otro peto. Burdo, pesado, pero efectivo. Un peto no mucho mejor que el de un soldado de infantería. Una basta protección de metal, sin adornos, con un acabado dudoso, en el mejor de los casos, y reluciente tan sólo en aquellos sitios donde el uso continuado había limado el áspero metal.
Dentro del peto, un recubrimiento de cuero que lo hacía más soportable cuando el frío era intenso, y que evitó tantísimas ampollas y llagas...
Aquí y allí había grietas y perforaciones donde las armas de los soldados intentaron acabar con su vida.
Esta brecha de aquí, un garrotazo conquistando Queronea, cuando aún era un general a las órdenes de su padre. ¡Qué gran fiesta celebraron tras la victoria! ¡Y qué hermosas mujeres...! Lisímaco apareció dos días después, borracho como una cuba y transportado por varias mozas...
Esta muesca, una flecha que a punto estuvo de acabar con su vida en una traicionera emboscada, y que tal vez lo hubiese conseguido de no haber sido por la rápida intervención de Antígono...En aquel momento su fuerza era tan grande como su lealtad, y siempre fue un punto de apoyo para sostenerse en cualquier batalla.
Éste era su peto, el peto de un autentico guerrero, no esa burda filigrana, hermosa pero poco fiable, que usaba ahora.
De igual manera... ¡ay!... sus generales se habían convertido en la sombra de lo que eran. De ser sus hermanos de batalla, ahora eran poco más que eran consejeros bien cuidados y pagados que escondían mas de lo que decían. Sus semblantes, otrora alegres y joviales, ahora escondían aires de superioridad y miradas torvas.
Si antes dormían en cualquier esterilla en el suelo, ahora requerían enormes y lujosos palacios, vestidos de seda. Antes, para hablar con ellos simplemente entraba en su tienda y les despertaba... ahora había que enviar mensajeros y convocarlos. La gran camaradería que había entre ellos, ahora son recelos y suspicacias.
“Todo por heredar mi imperio. Se matarían entre ellos por un trozo de tierra. Y me matarían a MI por acelerar el proceso. Debo encontrar un buen sucesor, antes de que el imperio estallara en una guerra civil entre hermanos. ¿Pero quien?”
“El mujeriego Lisímaco siempre ha sido de fiar... pero su debilidad por mi hermana podría ser explotada por sus enemigos. Seleuco sigue igual de callado que siempre... ¿Qué oscuros secretos esconderá ahora? ¿Será el mismo que planea mi muerte... ? ¿Y Sofites? No es macedónico, pero es fiel... tal vez demasiado. Seguiría a ojos cerrados las sugerencias de sus consejeros, sin poder ver más allá de sus narices.
¡No! Mi imperio no debe caer en manos de pusilánimes ni de intrigantes.” Odiaba las intrigas.
Antes, llevaba por escolta su valor y su espada. Ahora, una guardia pretoriana le acompañaba en todos sus desplazamientos. ¿Por qué tenía más que temer en el centro de su imperio ahora que antes en el corazón de la batalla?
Las intrigas y los espías populaban a sus anchas por palacio, mientras él tenía que esconderse tras su guardia. Ya no comía el rancho del soldado, pero ahora tenía un catador para su comida.
¿Y no le miraba ese guardia con ojos desdeñosos? ¿No llevaba uno de sus catadores anillos y alhajas que no correspondían a su categoría?
¿Porqué no podía dormir tranquilo en su propia habitación ?
Un ruido se escuchó tras la puerta, y Alejandro desenvainó su espada como un rayo. Hacía dos semanas que dormitaba con la espada al cinto y la puerta atrancada. Su enorme imperio, fruto de sus sueños, ahora era el responsable de sus pesadillas. Creía oír ruidos tras cada puerta, conspiraciones en cada susurro, podía oler el veneno que destilaba cualquier cosa que le apetecía comer, la envidia con la que le miraban sus antiguos compañeros....
Envainó la espada y se giró hacia el escrito que estaba redactando. Debía dejar su imperio en buenas manos, para que no se perdiera entre violentas guerras civiles. Un imperio tan poderoso, una paz duradera... no podía sucumbir tras su muerte… Pero, ¿a quien?.
Podría dejarle una buena parte a Lisímaco. Su habilidad económica podría hacer entrar al imperio en una nueva era... pero tal vez no diera la altura militarmente.¿Y Casandro? Su padre era su regente más fiel, y él sabía cómo tratar a los soldados... pero con una mueca abandonó la idea, al recordar qué tratamiento tenían los jóvenes y apuestos soldados...
¡Antígono! ¡Antígono era su mejor militar!... pero tanto que embarcaría al reino en una sed de conquista sin fin, antes de caer destruido por sus cada vez mas numerosos enemigos, a este paso. Y era mucho mayor que ellos, no había perdido aún su genio militar, pero nunca se sabe...
¿¿Quien??
“Un digno sucesor sería Dravas. No es macedonio, pero tienen el temple que hace falta para llevar los ejércitos... pero también para regar el palacio de cadáveres. ¡No! ¡No quiero eso!” Alejandro paseaba furioso por la habitación. Cogió con sus manos un pesado busto y lo lanzó contra la ventana. Los jarrones y adornos también vuelan y se estrellan contra las paredes y el mobiliario. El rey de todo un imperio estrella una floreada maceta contra una mesa. La maceta se rompe, pero la flor queda plantada sobre la mesa, como burlándose de su ira. Un movimiento de la espada, y tanto la maceta como la mesa son partidos en dos.
“Ptolomeo regirá el reino entre aromas de incienso y el rogar a los dioses… No será él ¡No quiero un imperio religioso! “ Alejandro está fuera de sí. Rasga un tapiz bordado y se dirige rápidamente al papel que designará al heredero de su trono, al responsable del imperio más grande de la humanidad. Al decididor de la vida y muerte de millones de vidas....
Coge la pluma e intenta mojarla en tinta, pero la ha derramado sobre todo el suelo. Sin dudarlo, vuelve a desenvainar su espada y se hace un corte en la muñeca, mojando la pluma en su propia sangre, para después garabatear furiosamente en el papel
“Amintas... mi primo. Él es el heredero legítimo, y quien debe ocupar mi sitio. Regirá sobre las maravillas de babilonia, las especias de Persia y los mercados de Macedonia. Dirigirá los ejércitos de los aguerridos escitas, regirá el comercio sobre el cauce del Nilo y tendrá posesión de mis palacios, riquezas y...” Alejandro mira alrededor y observa el legado para su primo.
Una habitación destrozada.
La tinta cubriendo el suelo. Las cortinas hechas jirones. Carísimos jarrones hechos pedazos.
Al salir de la habitación, una guardia en la que apenas confiaba, guardando sus pasos día y noche.
Dos probadores para su comida.
Ni siquiera se atrevía a dormir con una mujer una noche entera, ni a emborracharse con un excelente vino griego.
El sabor de la victoria le sabía a ceniza. Si elegía a Amintas, el resto de generales le destriparían antes de que pudiera sentarse en el trono. Ellos tan sólo respetarían a alguien que demostrase ser mejor que ellos, no a quien fuera elegido por algún sucio decreto.
Y entonces Alejandro lo vio claro. Si querían el trono, que demostrasen ser dignos de él. Cogió el papel y se dirigió lentamente a la lampara de aceite que iluminaba la habitación. Lentamente, prendió el documento y lo arrojó dentro de la llama. El fuego consumió el pergamino, de igual manera que sabía que muchas vidas se consumirían a su muerte. Ciudades enteras caerían bajo las llamas, y los ejércitos harían temblar la tierra a su paso, antes de regarla con su sangre.
Pero sólo la fuerza de las armas podía crear un imperio estable y fuerte. Si a esto hemos llegado, que así sea.
Se fue a la puerta de la habitación y despidió a su guardia. Los pretorianos no daban crédito a lo que su rey les ordenaba, pero no se atrevieron a desobedecer.
Después Alejandro entró en la habitación y se desanudó el cinto de la espada, que colgó en la silla.
Acto seguido se echó en la cama, y durmió tranquilo, como no lo había hecho en meses.
[***]
Lo estaba viendo en sus ojos.
Todos sus generales se habían reunido “por casualidad”. Después de meses de no ver a más de cuatro o cinco a la vez, de repente se encontraron todos un día, vestidos con sus mejores galas. Se mostraban extrañamente amables, y afables, y todos y cada uno se acordaron de recordarle lo felices y leales que eran en los “viejos tiempos”.
Pero esa mirada huidiza que intercambiaban algunos de ellos, ese nerviosismo mal disimulado, esa actitud tan tensa... se le clavaba a Alejandro como un puñal en pleno corazón. A esto hemos llegado. Aquí están todos los cuervos esperando mi muerte. Ellos creen engañarme... pero no se puede engañar a quien ya no cree.
Alejandro bebió con ellos y rió relajado. Disfrutaría de estos breves momentos en los que casi podía engañarse de que nada ocurría, y los acompañó jubiloso al gran comedor.
Allí, estaba tan sólo uno de los catadores de comida. El otro debía estar enfermo, pero nadie se había ocupado de reemplazarlo...los platos se sirvieron con presteza, y Alejandro recibió el suyo con aprensión... y silencio. El comedor, hasta hace un momento tan lleno de chanzas y ruido ahora se notaba levemente calmado, expectante.
El catador se acercó para probar su plato. Tenía la cara en tensión y el cuerpo contraído. Un leve sudor le enmascaraba el rostro. Alejandro se le quedó mirando un momento, y con un gesto lo despidió, dejándolo con una cara de sorpresa apreciable.
El rey del imperio cogió la pierna de cordero con su mano y le pegó un buen mordisco. La paladeó y engulló, para acto seguido hacer bromas con sus generales, que esperaban en tensión.
Un par de horas después, el gran general se retorcía entre enormes agonías en el amplio salón. Sus generales observaban, con ojos desencajados, el espectáculo que se ejecutaba ante sus ojos. Alejandro, rey de reyes, se moría... ¡sin designar un sucesor!
“Dinos, QUIEN ocupará el trono. ¡¡Dínoslo Alejandro!!” –gritaba Dravas agitando a su rey por la túnica.
El rey caía al suelo, agotado por la agonía, mientras sus generales se subían por las paredes. Y mientras todos los presentes de la sala se arrancaban la barba de la desesperación, el forjador del gran imperio antiguo moría con una sonrisa en los labios.