Califato Fatimí
(Chi’i Islam Civilizado Nación Abierta)
Yuhanna Habbib, Gran Califa de los Fatimís.
Diplomacia: Malta (T).
"Los dos hombres se miraron con fijeza. Uno de ellos avanzó la mano, y el otro depositó en ella un par de dados de madera. El primero los observó, los agitó y se los llevó a la altura de las orejas.
–Están bien. Tira, Abdul.
El segundo los recogió satisfecho. Cargar dados se le daba especialmente bien, de modo que...
A lo lejos, a la entrada de la pequeña aldea de Gaff-al-rén, en el Sahara, el polvo se levantó para dejar paso a la figura recortada contra el sol de un hombre montado en un camello.
Las ropas del extraño viajero, cuando se acercó a los dos hombres, eran de evidente procedencia noble, y los rasgos y acento lo identificaban como llegado del lejano Norte... salvo que aquel individuo venía del Sur. El hombre detuvo su camello frente a ellos. Maldecía en árabe sin cesar, y sólo detuvo su torrente de exabruptos para murmurar una palabra en tono de pregunta.
–¿Tebas...? –dijo con voz cavernosa. Sus ojos eran dos pozos negros enmarcados por tintura negra.
Los dos hombres se miraron. El primero de ellos carraspeó.
–Hacia allí –dijo después, señalando al norte con la mano–. A unas dos semanas de viaje en camello.
Acto seguido, el visitante volvió a proferir obscenidades e insultos y obligó a su montura a iniciar de nuevo su lento caminar.
Cuando el cuerpo desapareció, maldiciendo a lo lejos, los dos hombres volvieron a mirarse.
–Abdul –dijo el primero–, por el coño de la camella del Profeta... ¿quién era ese hombre?
Absul se mesó las barbas, meditabundo.
–Me suena su cara. Hace años pasó por aquí, pero en dirección contraria. Yo diría que es uno de los hijos del Califa. El segundo.
–¿Y qué demonios querrá ese segundo hijo del Califa, Abdul?
–Bueno. Yo diría que quiere ser Califa. –El hombre llamado Abdul asintió satisfecho–. Eso es: quiere ser Califa en lugar del Califa.
–Ajá.
–En fin, ¿tiro ya...?
–Tira."
Los años comprendidos entre el 1095 y el 1099 de la Era vulgar fueron extraños y difíciles para la población del Califato Fatimí y la de sus miembros más notables. El temor hacia una guerra contra el poderoso Imperio Bizantino podía palparse de tan denso era, y los reveses de los últimos años en cuestiones diplomáticas comenzaban a pesar en el estado de ánimo de los nobles y generales fatimís.
La tensión con Bizancio se alargó durante todo aquel tiempo; ambos imperios se habían comprometido mutuamente a no iniciar una guerra: Bizancio, prometiendo pagos en concepto de reparación de guerra por la flota fatimí hundida en el pasado reciente; el Califato, asegurando que aguardaría en paz hasta finales del siglo XI de la Era Vulgar a la llegada de esos pagos.
El barco bizantino que atracó en puerto del califato no llegó hasta entrado el mes de Junio del año 1099, cuando el Califa Yuhanna ya comenzaba a preparar a los suyos para la guerra. Lo cierto es que se esperaba una cantidad de dinero mayor de la llegada, pero al menos aquel gesto contribuyó a relajar en parte la tensión entre las dos grandes naciones del Mediterráneo.
En cuanto a los problemas diplomáticos, casi todos derivados de otros problemas religiosos (ya fuera con cristianos o con musulmanes de otras sectas), no sólo no mejoraron en aquel tiempo, sino que empeoraron notablemente. Mientras enviados del Califa trataban de integrar en el corpus del califato a la región sunní de Asir sin ningún éxito, en Malta –tras la llegada de nuevos misioneros islámicos enviados por un enfurecido Gran Califa, quien estaba comenzando a hartarse de aquellas gentes cabezonas y sucias–, los problemas se incrementaron. Desafiante ante las acciones pasadas de los Bizantinos, quienes se habían atrevido a pasear su flota victoriosa frente a las costas de la pequeña isla tras la debacle de la flota fatimí, el Califa ordenó que los esfuerzos para la conversión pacífica de los habitantes de Malta se redoblaran. Como medida disuasoria, se alzaron murallas en el perímetro de la ciudad de Mdina; después llegaron los barcos con religiosos desde el califato y también desde el cercano Emirato de Túnez.
Pero de nada iban a servir tales esfuerzos. Los hombres y mujeres de Malta ya habían vivido suficiente con aquella decisión por parte del Califato de convertirlos a una fe que no era la de sus ancianos y que, a causa de la actitud prepotente y poco conciliadora de aquellos enviados religiosos, cada día veían con peores ojos. Tal era el enfado de los isleños, que gran parte de los conversos musulmanes regresaron a su fe cristiana, ahora convertidos en cristianos Romanos, y después de mucho tiempo la mayor parte de los habitantes eran de nuevo Cristianos.
Aunque aquellos hombres no deseaban una rebelión, y los líderes locales se esforzaron por evitarla, sí decidieron rebajar el grado de los tratados con el Califato rompiendo gran parte de los acuerdos y accediendo tan sólo a enviar tributos de forma regular para evitar mayores represalias. La gran desgracia fue que durante unos disturbios el General Human Nazim, quien se encontraba en Mdina, muriera mientras trataba de dispersar a los descontentos al mando de la milicia de la ciudad.
Al menos las políticas de construcción internas seguían marchando a buen ritmo. Por aquel entonces se amplió la ciudad portuaria de Suway, abierta al mar Rojo, además de proseguirse con las titánicas tareas de formación del que iba a ser el gran canal que uniría de forma artificial el Mediterráneo con el mar Rojo. Las obras, que avanzaban lentas pero ya estaban aproximadamente a mitad de su desarrollo, se financiaban con dinero Veneciano.
Mientras el Califa seguía al frente de las tareas de gobierno –y no sólo de su propia nación, pues notable fue la inyección económica que realizo Yuhanna a las arcas de la Hermandad de Ismail–, el Príncipe Sumhadan pasó gran parte de su tiempo acercándose al pueblo, recorriendo diversas regiones y ciudades para comprobar de primera mano cuáles eran las necesidades del populacho. Se realizaron numerosos reclutamientos, destinados en especial a fortalecer los fuertes y atalayas defensivas ante la crisis abierta con Bizancio.
Para cuando se celebró la boda entre Al Mustali, nieto del Califa Yuhanna, y la hija de Sulayman, Khadijah, parecía que al fin podía pasarse página en lo relativo a las conflictivas relaciones internacionales. No sabía el Gran Califa que el Señor del Universo aún le tenía reservada una desagradable sorpresa.
Años atrás se había enviado hacia el sur hasta el lejano reino de Kanem Bornu al Príncipe Bishr Khalid, hijo del Gran Califa Yuhanna, con la misión de dirigir las labores de conversión de la familia real mientras realizaba tareas de acercamiento diplomático entre ambas naciones. Durante años, su trabajo había dado excelentes resultados; en los últimos tiempos recibió órdenes de desplazarse hasta la aún más remota región de Daza, donde siguió trabajando extendiendo la fe Chií con gran éxito. Pero de repente, a finales del año 1096 de la Era Vulgar, abandonó la tarea y desapareció.
Harto del ostracismo en que vivía, harto de saberse alejado del corazón del Califato quizá porque su propio padre el Califa no deseaba verlo cerca, harto de vivir con unas gentes a las que no quería y con unas costumbres que no comprendía, el Príncipe Bishr Khalid decidió regresar a casa haciendo caso omiso a las órdenes y a la razón. El viaje, a través del Sahara, fue largo y terrible; en absoluta soledad, con la única compañía de un par de caballos primero, que cambió por un camello después, el Príncipe llegó a mediados del verano del año 1099 de la Era Vulgar a la sureña provincia de Tebas, donde no le resultó demasiado difícil –dado el origen de su sangre, la más noble de toda África– atraerse a los líderes locales hasta el punto de convencerlos de que se unan a su causa: a esas alturas, tras casi tres años de viaje en soledad, ya había decidido que su objetivo era reclamar para sí el Trono.
En la ciudad de Luxor hizo lo propio, encontrando allí a su primo el Príncipe Sumhadan. Sumhadan, al descubrir las intenciones del hijo del Califa, trató por todos los medios de detenerlo antes de que la cosa fuera a mayores, por bien del Califato y del propio Príncipe Bishr. Pero la decisión del Príncipe Bishr Khalid era inquebrantable, y tras enfrentarse con su primo lo malhirió terriblemente. Sumhadan logró abandonar la zona a duras penas, huyendo hasta Faiyum.
Sorprendido por el curso de los acontecimientos, el Príncipe heredero Al-Mustafa reaccionó de inmediato, viajando a Tebas con todo su ejército con la intención de detener y apresar a su hermano pequeño, a quien sacaba dos años y con quien había compartido ilusiones, juegos, y pillerías juveniles. A finales de Agosto del año 1099 el Príncipe heredero llegó a la región; pero Al-Mustafá no contaba con que su hermano poseía una inesperada fama y gran reputación entre los mandos y soldados del ejército, hombres con quienes se había entrenado en su juventud en Faiyum. Pronto los soldados traicionaron y asesinaron al Príncipe heredero Al-Mustafa, entregando su cuerpo a Bishr Khalid como presente cuando se unieron a su causa.
En Septiembre Bishr entró en la más importante región del califato, Faiyum, al mando de todo su ejército. Allí se encontraba su padre, el Gran Califa Yuhanna Habbib, dirigiendo al ejército Real con la ayuda del Príncipe Sumhadan quien aún no se había recuperado de sus heridas. Precisamente fue la presencia de Sumhadan quien permitió que la situación no se desnivelará trágicamente hacia el lado del rebelde: su enorme carisma entre la tropa, que aunque quería y respetaba al hijo rebelde del Gran Califa en mayor medida que al propio Califa, aún apreciaba mucho más a aquel jovial príncipe de la sangre del antiguo Emir de Túnez. De no haber llegado a tiempo a Faiyum, el ataque de Bishr Khalid hubiera acabado con éxito antes de comenzar. Pero con el gran ejército Real del lado del Gran Califa, al Príncipe Khalid sólo le quedaba rendirse a su padre o atacar.
Y atacó.
Mientras el Príncipe Khalid contaba con unos 10.000 soldados, el Gran Califa Yuhanna tenía a su disposición a unos 15.000 hombres, entre ellos a soldados mejor adiestrados y con equipamiento de mayor calidad. Tanto el número de tropas, como la calidad de las mismas, beneficiaban al Califa en la lucha contra su desagradecido hijo, y pareciera que la batalla sólo podía acabar de un modo.
Y así habría sido si el Gran Califa Yuhanna Habbib no se hubiera preocupado tanto por dar la mejor preparación marcial posible a sus hijos: para su desgracia, el Príncipe Khalid no contaba con el respeto de las tropas tan sólo por el color de su sangre.
Tras una batalla encarnizada que duró más de seis horas, el ejército del Califa se retiraba en desbandada replegándose con dificultades tras las murallas del Cairo. La victoria había sido para el hábil Príncipe Bishr Khalid, pese a perder cerca de 5.000 hombres frente a los 4.000 muertos, heridos o en retirada del ejército de su padre, el Gran Califa Yuhanna. Y aunque la diferencia en número de tropas podía haberse incrementado tras el combate, a falta de poder reagrupar a los hombres era el Príncipe Khalid quien estaba ganando la guerra. Sin más líderes en la región de Faiyum, los nobles del lugar entregaron el control de la misma al Príncipe, junto a la lealtad por parte de los hombres que ocupaban los numerosos fuertes de la región a los que Bishr Khalid no hubo de enfrentarse pero ante quienes sí deberían rendir cuentas los soldados de su padre, el Gran Califa Yuhanna Habbib.